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Lo que el cine nacional no deja ver

El concepto de “cine nacional” tiene un origen histórico, y, obviamente, responde a los intereses puntuales de los grupos de poder que en su momento lo legitimaron. 

Cuando ese concepto se examina en el entorno de las pugnas que, hacia finales de los años cincuenta, las llamadas cinematografías modernas sostenían con lo que se englobaba en el gran saco nombrado “Hollywood”, se entienden mucho mejor las Políticas Públicas que cada país implementó con el fin de garantizar la visibilidad de la producción cinematográfica local.

Sin embargo, del mismo modo que ese concepto iluminó identidades comunitarias, también el “cine nacional” (vinculado al Estado, al espacio geográfico donde se originaba, a las narrativas particulares, etc) dejó en las sombras aquello que no respondiese a ese gran paradigma.

Pensemos en el cine cubano, y todas las historias de compatriotas que ahora mismo levitan en un limbo, porque no responden al canon legitimado por la historiografía dominante. No tenemos idea de la cantidad de coterráneos que hay regados en el planeta, cada uno con experiencias diversas de acuerdo a las circunstancias que han debido enfrentar, pero todos dialogando con esa gran comunidad imaginada que llamamos “nación”, un diálogo donde la ideología y la política son apenas dos de los miles de componentes que conforman su cotidiano accionar.

El día que decidamos hacer un inventario exhaustivo de esa presencia del cubano en la pantalla global (lo mismo en los Estados Unidos que en Rusia, en México que en Japón), nos sorprenderá advertir los modos en que la cubanía se ha enriquecido a lo largo y ancho del planeta.

Pondré el ejemplo acotado de lo sucedido en un país y en un tiempo que a simple vista no nos parecieran tan desconocido y remoto: la España de los noventa del pasado siglo. ¿Cuántas historias de cubanos que decidieron emigrar a ese lugar por esas fechas no permanecen todavía invisibles para nosotros?

Y no hablo de cintas donde lo cubano resulta explícito desde el mismo título, como puede ser Cosas que dejé en La Habana (1997), de Manuel Gutiérrez Aragón, sino de otras en las que ser cubano no es algo que denote un privilegio “per se”, sino que adquiere valor en la misma medida que se desarrolla en un contexto ajeno donde otras comunidades emulan con sus propias identidades.

Estoy pensando en filmes como Los hijos del viento (1995), de Fernando Merinero, En la puta calle (1996), de Enrique Gabriel, Flores de otro mundo (1999), de Icíar Bollaín, Adiós con el corazón (2000), de José Luis García Sánchez, o La novia de Lázaro (2002), también de Fernando Merinero.

Asimismo, por el camino pudiéramos recuperar historias de vida como, por ejemplo, las de José María Sánchez Prados (Kimbo), showman y actor que naciera en Marruecos luego de la relación de su padre, el cubano “el negro Rafael” con una española, y que ha aparecido en películas como Una chica entre un millón (1993), de Álvaro Sáenz de Heredia, Demasiado caliente para ti (1996), de Javier Elorrieta, la mencionada Cosas que dejé en La Habana, Cuba Libre (2005), de Ray García, Palmeras en la nieve (2015), de Fernando González Molina, o El Rey de La Habana (2015), de Agustí Villaronga.

Lo que trato de decir es que, más allá de lo que el concepto de “cine nacional” nos muestra, hay todo un mundo de cubanías en permanente diálogo con la nación (esa comunidad imaginada a la que no se ha renunciado nunca, porque pertenece al mundo interior de los sujetos, no a los Estados), que aún esperan ser descubiertas.

Juan Antonio García Borrero  


PÁGINAS EN LA ENDAC:

Una chica entre un millón (1993), de Álvaro Sáenz de Heredia

Los hijos del viento (1995), de Fernando Merinero

En la puta calle (1996), de Enrique Gabriel:

Cosas que dejé en La Habana (1997), de Manuel Gutiérrez Aragón:

Flores de otro mundo (1999), de Icíar Bollaín:

Adiós con el corazón (2000), de José Luis García Sánchez:

La novia de Lázaro (2002), de Fernando Merinero:

De García Borrero a Julio César Guanche sobre Alfredo Guevara y su legado

Querido Guanche:

Ante todo, quiero reiterarte el agradecimiento por la invitación que me hicieras para escribir sobre Alfredo Guevara en ese gran expediente que has organizado. He leído el resto de las comunicaciones, y no he podido evitar la tentación de organizar estas ideas que ahora expongo. Eso habla a favor del dossier, en tanto invita a repensar lo expuesto, a no dejarnos indiferente, y discutirlo como seguramente le hubiese encantado a Alfredo.

Creo que, en sentido general, las intervenciones han coincidido en señalar el perfil humanista de Alfredo Guevara. Más allá de sus virtudes y defectos como individuo, esos que admiradores y detractores pasan todo el tiempo enfrentando entre sí, queda la evidencia de una gestión cultural que se puso a la altura de lo que estaba demandando la época: si el cine cubano revolucionario de esa primera década post-59 alcanzó la relevancia que hoy conocemos, fue porque Alfredo Guevara trazó un camino que se apartaba con firmeza de lo manido, y aspiraba a ser verdaderamente moderno.

Sus enemigos podrán decir horrores de él (Guevara tampoco ahorró duras descalificaciones para sus contrarios), pero el resultado está allí: una obra colectiva donde no solamente estaríamos hablando de un centro productor de películas (que ya de por sí era bastante difícil), sino de algo más complejo donde se tendría que tener en cuenta, además de la producción cinematográfica, la distribución y exhibición, así como la formación de un nuevo público. Se escribe fácil, pero pensemos que estamos hablando de la influencia lograda a lo largo y ancho de todo el país, y más allá de sus fronteras.

Sin embargo, como todo lo humano, tales logros dejaron también un saldo de perdedores, o para decirlo sin eufemismos, víctimas. Es decir, como siempre ocurre, esa manera de ejercer el Poder (con mayúsculas)tuvo sus inevitables consecuencias, y el análisis de esa parte de la Historia vinculada a Alfredo Guevara es la que le echo de menos en el dossier.

Tomando en cuenta que, tal como se advierte en la presentación, ese conjunto de reflexiones no está pensando en el pasado, sino el presente, y sobre todo el futuro, faltó preguntarse si tendría sentido reciclar el Poder tal como lo ejerció Alfredo. Más claro aún: en la nueva Cuba, esa que tanto soñamos, una Cuba más inclusiva y más democrática ¿sería recomendable mandar del mismo modo que lo hizo Alfredo Guevara?

A mí me interesaría discutir este asunto, ya sea la respuesta positiva o negativa, dejando a un lado al sujeto Alfredo Guevara (del cual tenemos claro, al menos yo, que fue un gran estratega) para hablar del Poder ejercido, con todas las complejidades que van asociadas al mismo. Porque si de algo no le se puede acusar a Alfredo es de inocencia; al contrario, Alfredo estaba consciente de que “las revoluciones no son paseos de riviera”, como le confesara en 1992 al periodista Wilfredo Cancio Isla en la entrevista publicada en La Gaceta de Cuba.

Pero hay que recordar que esa crítica radical a su manera de ejercer el Poder tiene su primer gran antecedente, en el extenso memorando que Tomás Gutiérrez Alea le escribe el 25 de mayo de 1961, a propósito de los sucesos vinculados a la censura de PM. Es un texto extenso que debería estudiarse y discutirse en nuestros medios públicos como mismo se discuten las películas o los documentos que se llevan a los congresos. Allí Titón le dice a Alfredo:

  1. La experiencia que puede extraerse del conocimiento de una obra reaccionaria puede dar lugar a soluciones positivas, revolucionarias, dentro del trabajo de un artista revolucionario.
  2. Ocultar obras porque pueden constituir una mala influencia para nuestros compañeros solo puede producir un estancamiento en el desarrollo de los mismos. Y como consecuencia inevitable, una falta de confianza en las ideas que se dan como buenas (ya que se evita una confrontación con la realidad).
  3. No puede haber variedad en nuestras obras si todas se deben ajustar al gusto de una sola persona.
  4. La imposición de ideas, aun cuando estas sean correctas, es un arma de doble filo pues genera una reacción (muy humana, por cierto) en contra de la idea.
  5. No se puede pensar por los demás.

¿Acaso estas ideas que Titón desarrolla con más amplitud en su texto no tienen vigencia en esta Cuba de ahora mismo? ¿Acaso no se siguen censurando películas? ¿No siguen determinados grupos o personas tratando de imponer sus ideas, mientras descalifican sin clemencia todo lo que se aparte un milímetro de lo que ellos piensan?, ¿acaso ese tipo de Poder autoritario no es el pan nuestro de cada día?, ¿no es eso lo que se pone de manifiesto cuando un joven muestra en público un cartel con la leyenda “Socialismo sí, represión no” y recibe más represión?

En honor a la verdad, tendríamos que reconocer que la figura de Alfredo Guevara no encaja fácilmente en esos estereotipos de oscuro censor que sus acérrimos detractores le adjudican. No es que él mismo no reconociera haber censurado (“Prohibir es prohibir; y prohibimos”, le dice a Cancio Isla en la entrevista que mencioné hace un rato, al hablar de lo sucedido con PM), pero me refiero a que si quisiéramos sacar alguna luz de lo nefasto que significa ese tipo de ejercicio de Poder que Titón alertaba, tendríamos que tomar en cuenta todo, y no solo lo que nos conviene: es decir, tendríamos que hablar del Alfredo que censuró PM, pero también del que se enfrentó a Blas Roca, hablar del que se opuso a que los cineastas aficionados de finales de los setenta alcanzaran autonomía y del que al final de su vida no dejó de reunirse con los jóvenes porque en ellos confiaba, o del que detuvo el rodaje de Cerrado por reforma, que fue el mismo que no se dejó amedrentar por el entonces poderoso Carlos Aldana.

De todos modos, si algo agradezco del pensamiento de Alfredo Guevara es que pide a gritos ser rescatado de los altares donde solo cabe la veneración acrítica. Al contrario, la vigencia de un pensamiento crítico como el de él nunca estará asociada a la confusión de lo revolucionario (eso que permanentemente cambia, como la realidad) con el orden revolucionario (lo que una vez cambió y se quiere conservar de modo autoritario).  

El desafío está en pensarlo como parte de un conjunto de voces que, como en Rashomon,se van complementando en el afán de entender un poco más una realidad poliédrica. Pero sería absurdo creer que su percepción de lo que puede ser el socialismo sirve para todos. De allí la necesidad de que nunca dejemos de hacer la pregunta esencial: ¿desde dónde hablas?  

Seguro recuerdas el fragmento de Huracán sobre el azúcar donde Sartre descubre, en medio de su visita a Cuba, el término “retinosis pigmentaria” gracias a un discurso de Oscar Pino Santos que cita de este modo: «Existe —dice poco más o menos Pino Santos— una enfermedad de los ojos que se nombra «retinosis pigmentaria » y que se manifiesta por la pérdida de la visión lateral. «Todos los que se han llevado de Cuba una visión optimista, son grandes enfermos: ven de frente y nunca con el rabillo del ojo«.

Creo que Alfredo Guevara siempre estuvo mirando con el rabillo del ojo. Cierto que tomó partido, y hasta el último momento defendió la construcción del socialismo. Pero tenía conciencia de que en medio de todo esto estaban los seres humanos, con sus aspiraciones comunes a ser felices: es decir, estaban esos individuos de carne y huesos que en medio de la exaltación de las Ideas (otra vez con mayúscula) jamás encontraremos en la narrativa de los medios porque sencillamente han sido ninguneados.

Sé de lo que hablo porque vivo en un lugar donde a Sara Gómez le hubiese gustado filmar la segunda parte de De cierta manera, una comunidad nueva donde conviven profesionales maravillosos y familias disfuncionales, edificios nuevos y casitas de madera, o personas que como tú y yo hemos podido viajar, publicar y ahora sostener un diálogo civilizado en la red, con otras que cada vez perciben menos luces en sus horizontes porque sencillamente aprecian una suerte de SQP (Sálvese quien pueda) a su alrededor.    

Alfredo fue muy crítico con esa televisión que padece de retinosis pigmentaria (“No creo que la televisión sea gran cosa. No lo es hasta ahora”, dijo con ese estilo lapidario y elitista que tanta incomodidad provocaba). Sabía que no puede entenderse de la misma manera el socialismo desde la comodidad de una cabina climatizada de la televisión nacional, que desde un barrio marginal y pobre.

¿Cómo evitar que esa simplificación inevitable que nuestros medios hacen de la compleja realidad se convierta en la medida de las cosas en Cuba? ¿Cómo naturalizar en nuestras agendas de discusión las estrategias para minimizar los efectos del Bloqueo (que sí existe) a la par que el debate sobre el poder de una Burocracia (mayúscula otra vez) que amenaza con devorarlo todo?

Va a ser difícil. Vivimos ahora mismo una época donde otra vez aquí está de moda el “Que se vayan. No los necesitamos”, y del otro lado el rechazo a todo lo que huela a gobierno. Desde luego, esas son las posiciones extremas (que son las que se escuchan en los medios), porque también estaría eso que Primo Levi llamó “la vasta zona gris”, y que me gusta asociar a los que Borges describía en su poema “Los justos”: hablo de la gente común que va resistiendo el embate de las pandemias, las consignas vacías, la ineficiencia de los servicios, o la soberbia de quienes ya creen tener la Verdad absoluta en sus manos y se dan el lujo estéril de la sordera.

En este sentido, Alfredo Guevara ha quedado en mi memoria como el paradigma de un intelectual que no temía la confrontación ni evadía la complejidad. Eso es lo que a mi juicio garantizará que siga reapareciendo a cada rato, para incomodidad de tirios y troyanos.

Te agradezco una vez más la invitación a escribir sobre él, y la lectura de ese dossier que ahora ha provocado esta nueva reflexión.

Un abrazo fuerte,

Juan Antonio García Borrero

Una mirada crítica a la ética del investigador

Quiero agradecer la invitación extendida por Mirtha Padrón, a participar como ponente de la Conferencia Magistral que dejará inaugurado, el próximo 20 de mayo, el XVII Congreso Internacional de Investigación y Docencia, vía streaming, a celebrarse en la Universidad Autónoma de Durango (Mazatlán, Sinaloa).

Estimula mucho acompañarla en una mesa donde también estarán Rolando Morán Valdivia (admirado amigo con quien comparto la misma fecha de nacimiento, además de estudios en la Vocacional Máximo Gómez Báez), María Teresa Machado Durán, Melba Ana García González, Ariel García Cruz y Jesús Lázaro Romero Recasens.

El eje temático planteado por la mesa más estimulante no puede ser: “Una mirada crítica a la ética del investigador”, y Mirtha me ha sugerido que aborde ese tema a partir de la propuesta que hace la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano (ENDAC), de reconstruir “el cuerpo audiovisual de la nación”.

Porque nada pone más en riesgo la ética de un investigador que trabaja con la Historia, que intentar narrar lo sucedido en una Nación, que como sabemos, es mucho más que un gobierno, un partido político, o un territorio.

Por supuesto, un asunto tan complejo solo puede discutirse de modo civilizado en entornos académicos, donde la libertad intelectual y el debate plural que apela a los argumentos (no a la descalificación de quienes piensan diferente) son los verdaderos protagonistas.

En este sentido, considero un gran privilegio que la Universidad de Durango (al igual que la Universidad de Tulane, New Orleans, en días pasados), acoja estas ideas que quieren concederle visibilidad justo a “la Historia que no tiene historia”, esa que existe, pero no forma parte de la Historia-relato que solo habla de “los grandes hombres”, “los grandes acontecimientos”, dejando en la sombra todo lo que no encaja con la identidad de la versión dominante.

Se dice con demasiada frecuencia que “la Historia la escriben los vencedores”. Es real que cada Poder se esfuerza por suprimir aquellas disonancias que pongan en peligro la versión de la realidad que ese Poder asume como legítima y única.

Pero hoy los tiempos son otros: hoy “vencedores y vencidos” tienen oportunidad de sacar a la luz sus respectivas versiones de lo acontecido, y es obligación ética del historiador fiscalizarlas, someterlas a crítica, y descubrir los sesgos que en cada caso van minando la verosimilitud de un relato que, pese a sus disparidades, comparten la mirada mesiánica.

No otra cosa es lo que nos proponemos en la ENDAC. En lo personal, siempre asocio lo que pudo ser el principio de esa voluntad de relectura crítica a la entrevista concedida por el gran historiador Marc Ferro (acaba de fallecer, y esta evocación es mi modesto homenaje) a Serge Daney e Ignacio Ramonet para Cahiers du Cinema. Desde que leí aquella entrevista hice mío este segmento, que funciona todo el tiempo como un gran imperativo ético:

La primera misión del historiador es devolver a la sociedad aquella historia de la que los aparatos institucionales la han desposeído. Interrogar a la sociedad, escuchar lo que dice, ésta es, a mi entender, la principal tarea del historiador. En vez de contentarse con utilizar los archivos lo que debería hacer es crearlos, o contribuir a su creación: filmar, entrevistar a aquellos a los que nunca han dejado hablar ni testificar. El historiador tiene el deber de quitar a los organismos de poder el monopolio que ellos mismos se han atribuido, su pretensión de ser la única fuente de la historia, porque no satisfechos con dominar la sociedad, estos organismos (gobiernos, partidos políticos, iglesias, sindicatos) pretenden además ser su conciencia. El historiador tiene que hacer ver a la sociedad la existencia de esta falacia”.

Juan Antonio García Borrero

Adiós, 2020

No recuerdo haber vivido un año como este que estamos a punto de dejar atrás. La pandemia biológica nos hizo conocer a todos qué significa vivir privados de libertad. En determinados momentos, ha parecido una pesadilla, un pandemónium. Pero también de esa lobreguez, he sacado útiles lecciones. Y ahora soy más firme con ciertas convicciones que ya tenía desde antes.

Lo primero que reafirmé es que, aunque me encuentre en el fondo de un pozo, no repudiaré al que repudia o me repudia, para evitar multiplicar lo repudiable. Al contrario, seguiré siendo aún más asertivo con lo que propongo. Defenderé mis ideas y me expresaré y debatiré de acuerdo a lo que indique mi conciencia (siempre con respeto). Y cuando alguien pretenda silenciarme porque su punto de vista es irreconciliable con el mío, le recordaré que él y yo, y todos, absolutamente todos, nos debemos a una misma Constitución, donde se protege precisamente nuestro derecho a pensar por cabeza propia.

Tampoco descalificaré a los marginales, o a los que han tenido menos suerte que yo en el pacto social. Antes trataré de entender qué es lo que ha fallado en ese sueño que alguna vez se propuso liquidar las desigualdades. Me esforzaré por dejar mi cómoda posición de individuo ilustrado, para ponerme en sus zapatos, entender sus frustraciones, y seguir pensando que desde la fraternidad (no desde la confrontación y el no diálogo) se puede construir una sociedad más inclusiva.

Seguiré trabajando para la cultura, sin importarme que mañana lo haga desde una cueva, a la luz de una vela, en medio del más absoluto silencio. Justo la cultura es eso que nos abre las puertas a la libertad infinita, y no cabe en un espacio físico, en una institución.

Seguiré aprendiendo de los mejores maestros que ha tenido la humanidad, la mayoría de ellos olvidados por esa misma humanidad, ahora solo ocupada en interactuar en las redes sociales. Por suerte la cultura que mencionaba antes los protege, y ellos estarán allí siempre para quienes quieran reencontrarlos en los libros, en tiempos de paz, pero también en tiempos de crisis, incertidumbres y oscuridades. Ellos, con la serenidad que aporta la distancia crítica, son nuestros jueces más implacables y los que más nos ayudarán a resolver nuestros dilemas.  

Y, por último, pero no menos importante, seguiré disfrutando el privilegio de tener una familia mientras la vida me lo permita. En ese pequeño mundo empieza y termina todo. Lo otro es un espejismo. Así que, sin ningún remordimiento, le digo ahora: ¡adiós para siempre, 2020!

Juan Antonio García Borrero

Trabajar para la cultura

No siempre tuve una conciencia clara de lo que significa trabajar para la Cultura (y quiero resaltar esto último: trabajar para la Cultura, no en Cultura).

Estas ideas vienen a mi cabeza ahora, en este año tan sombrío en que cumplo justo tres décadas de haber abandonado el ejercicio de la abogacía, para dedicarle casi la mitad de mi vida a esto de, insisto, trabajar para la Cultura en Camagüey.

¡Treinta años ya!: lo digo rápido, pero como podrán imaginar, el camino no ha sido fácil. Sobre todo, si se ha insistido en impulsar la cultura todo el tiempo en la misma ciudad que te vio nacer, dejando a un lado la tentación de aprovechar otros horizontes, olvidando los desencuentros con quienes suelen entender la cultura como algo ornamental, y no como parte de la vida misma de la gente, y por ello mismo, como parte de sus sueños, sus utopías, sus decepciones, sus conquistas.

La conciencia de que la Cultura es algo más que un souvenir que se muestra a los turistas, por aquello de la identidad que hay que enseñar para que nos reconozcan y acepten, no se adquiere de inmediato. De hecho, hay quien nunca consigue pasar de lo que las Políticas Culturales dictan en abstracto, sin sumergirse en el mundo cambiante de la vida, que es donde realmente se hace y rehace la cultura.

Mi toma de conciencia lo asocio a cierto viaje que hicimos a un municipio a principios de los duros noventa. Viajábamos en la guagua del Sectorial de Cultura de Camagüey, para una de esas inspecciones que se hacían entonces, y al frente iba mi siempre admirada Zenaida Porrúa, entonces directora del organismo en el territorio. No recuerdo cuál fue el municipio visitado (tal vez Esmeralda, o Santa Cruz del Sur), pero sí puedo evocar con nitidez la voz fuerte de Zenaida comentándonos su rechazo al criterio reductor compartido por algunos que solo hablan de la cultura en términos artísticos y literarios.

Aquella observación dicha hace treinta años me marcó para siempre. Y me hizo entender, además, que trabajar para la cultura tampoco demanda, obligatoriamente, que tengamos que pertenecer a una institución cultural. Basta con que sientas que la cultura lo inunda todo, para que puedas apreciar que es posible contribuir a que sea mejor conocida en su diversidad, en su dinamismo creativo, en su práctica humanista.

Sí, ha sido largo el camino (en mi caso, media vida). Pero está valiendo la pena, no por las cuestiones económicas que lejos de animar, más bien desanimarían a todos los que alguna vez opten por este rol, sino por otras ganancias de orden espiritual: trabajar para la Cultura, no en Cultura o de la Cultura, significa trabajar para el crecimiento de uno mismo, y ya de paso, para los otros.

Juan Antonio García Borrero   

Cuba: cine nacional y cuerpo audiovisual de la nación

Como comenté en el post anterior, el ensayo premiado por la revista Temas solo podrá leerse una vez que se publique allí. Pero comparto con los amigos del blog este otro artículo, más breve, que se asoma al mismo fenómeno, aunque desde otro ángulo.


Cuba: cine nacional y cuerpo audiovisual de la nación

En el primer número de la Nueva Revista Cubana, correspondiente a los meses de abril-junio de 1959, apareció un texto de Tomás Gutiérrez Alea con el título de “Hacia el cine nacional”[1].  Se trata, tal vez, de la primera formulación pública de lo que sería el espíritu fundacional de ese gran proyecto cultural que acababa de nacer con el recién inaugurado Instituto Cubano de Artes e Industria Cinematográfica (ICAIC).

Obviamente, tanto el estrenado Instituto de cine como el texto firmado por Titón, estaban respondiendo a un conjunto de demandas que, sobre todo en los años cincuenta, varios actores culturales se esforzaron por resolver en la esfera pública. El hecho de que a partir de 1959 el ICAIC consiguiera consolidar su propuesta en el tiempo, convirtiéndose en el principal centro productor de audiovisuales del país, genera la impresión de que la ansiedad de crear una industria cinematográfica nacional, es privativa de ese grupo.

Sin embargo, se podrían poner varios ejemplos de personas que, sin compartir los credos estéticos y políticos de los fundadores del ICAIC, aspiraban a lo mismo. Tal vez el ejemplo más dramático sea el de Ramón Peón, quien en el mes de febrero de 1959 (un mes antes de nacer el ICAIC) le escribe una carta pública a Fidel Castro desde la revista Cinema, donde entre otros asuntos le comenta: 

Cuando tenga tiempo de hablar diez minutos de cine, solo diez minutos, que estoy seguro que serán de gran utilidad, deme la oportunidad de aclarar por qué yo tengo tanta fe en que el cine pueda ser su mejor aliado en la reestructuración de la nueva Cuba que soñó Martí, y usted quiere que se convierta en realidad ahora.

Yo me inclino a creer que el cine puede completar el milagro que usted, con su tenacidad y heroísmo, logró plasmar con la huida del tirano.

Felicidades mil y que Dios lo bendiga”.[2]

Como se sabe, pese a la probada experiencia profesional de Ramón Peón, quien acababa de festejar sus cuarenta años como director cinematográfico, y contaba con una nutrida filmografía (construida en países como Cuba, Estados Unidos, y México), nunca fue tomado en cuenta una vez que se creara el ICAIC.  Pero esa exclusión no obedecía a razones estrictamente políticas, sino que en todo caso estaba en sintonía con los imperativos estéticos que desde hacía mucho defendían en cine-clubes, en la Sociedad Cultural Nuestro Tiempo, o en los estudios realizados en Roma, buena parte de los que conformaron el núcleo fundacional del ICAIC.

Para Ramón Peón (y pudieran añadirse los nombres de Manolo Alonso, Manuel de la Pedrosa, Mario Barral, por mencionar solo algunos de los que en el período pre-revolucionario trataron de hacer realidad la utopía de contar con una industria cinematográfica dentro del país), “el cine nacional” se asociaba a la infraestructura productiva. Lo importante, según ellos, era crear un entorno que permitiera producir películas capaces de insertarse en un mercado que ya estaba aprovechando, como era el caso del cine mexicano, la pericia de muchos técnicos cubanos.

Sin embargo, desde el punto de vista de Gutiérrez Alea, la construcción de un cine nacional implicaba combatir el antiguo modelo de representación (ese del cual Ramón Peón sería un destacado paradigma), y sobre el cual ya había expuesto sus reservas críticas en el texto que mencionábamos al inicio, al apuntar: “Cuando el cine ha querido hablar en cubano, sólo ha podido expresarse en el mismo lenguaje de los fabricantes de recuerdos para turistas tontos. No se ha logrado nunca penetrar en nuestros más hondos problemas, que por hondos y humanos alcanzarían verdadera resonancia universal”. 

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Ideas para un Balance anual del trabajo cultural en Camagüey

Me hubiese gustado exponer estas ideas en la Asamblea de la Dirección Provincial de Cultura que acaba de evaluar el Programa de Desarrollo Cultural propuesto para el año 2019 en Camagüey.

Pero entiendo que, por razones de tiempo, en una asamblea no siempre pueden hablar todos los que quisieran. Y, además, a veces es mejor escuchar, y procesar en soledad lo que se expone. Eso hago ahora.

En sentido general me pareció un buen encuentro, con un Informe preciso e intervenciones valiosas. Ciertamente, con todo y las insatisfacciones que se puedan tener (que no son pocas), lo que se ha hecho en Camagüey desde el punto de vista cultural a lo largo del año que dejamos atrás es impresionante. No es autocomplacencia: allí están las estadísticas, que muchas veces suelen ser frías descripciones de lo que acontece en el día a día.

Ahora bien, en lo que me hubiese gustado insistir una vez más es que, ahora mismo, todavía seguimos careciendo de una estrategia institucional que por fin consiga poner al sistema de la cultura (que ya sabemos es mucho más que arte y literatura), a la altura de lo que ya se viene viviendo en el siglo XXI.

El Balance centró el análisis en tres de los asuntos priorizados por la Dirección de Cultura en el territorio: a) atención a la Enseñanza artística, b) programación cultural, c) creación artística-literaria.

A partir de lo expuesto se generaron un grupo de intervenciones. A mí me hubiese encantado dialogar con la de Freddys Núñez Estenoz (Teatro del Viento), que introdujo un asunto que hoy resulta vital para cualquiera que ahora mismo pretenda promover y defender las jerarquías culturales: el uso de las redes sociales.

Este es un tema que en lo personal me apasiona, pero que trato de asumir con espíritu crítico. Para mí las redes sociales son importantes, desde luego, pero el solo hecho de estar mencionando en nuestras cuentas de Facebook o Twitter lo que se está haciendo en algún momento determinado, no garantiza un impacto que de veras beneficie el trabajo cultural. Eso hay que aprender a hacerlo. Y esa voluntad de aprendizaje es la que ha faltado dentro del sistema institucional de la Cultura, a lo largo y ancho del país.

En este sentido, hubiese sido interesante indagar con el viceministro Fernando Rojas sobre las Políticas Públicas concretas del Ministerio de Cultura, dirigidas no solo a la compra de equipos o dispositivos tecnológicos, sino al fomento del uso creativo de los mismos. En definitiva, la informatización de la gestión cultural estaba entre las proyecciones de trabajo propuestas por el sector para el año 2019, y en lo personal no logro apreciar avances relevantes.

Pudiera decirse que en áreas como estas la agresiva política implementada por el presidente de los Estados Unidos Donald Trump, dejaría escasas posibilidades de avanzar. Y es cierto que, sin la conformación de una infraestructura tecnológica, sin máquinas, etc, no se puede hacer mucho. Ahora, ¿qué pasa con los equipos que ya tenemos y que no usamos de modo creativo?

Estoy pensando en ese justo reclamo que se hacía en la Asamblea de preservar las Historias de las localidades. Y me pregunto: ¿y qué es exactamente lo que impide que se conforme de modo colaborativo una Enciclopedia estilo Wikipedia o EcuRed, que articule todos esos contenidos?

Lo que impide que se logre eso es la resistencia analógica que todavía no consigue ver a las nuevas tecnologías, no como aliados, sino como parte del mismísimo proceso cultural.

Juan Antonio García Borrero

El discurso

Desde la habitación cercana donde cada noche mi esposa mira el televisor, llegaban hasta mí los ecos de los aplausos. Con un montón de cosas por coordinar, y el desgaste que provoca lidiar con el día a día, ya raras veces veo la televisión o el noticiero.

Me he acostumbrado a enterarme de lo que “todo el mundo habla” por las redes, y si el rumor me engancha, entonces voy a los periódicos para contrastar las versiones. Pero los aplausos seguían, y venció la tentación; así que terminé de escuchar el discurso del presidente Miguel Díaz Canel en la clausura del 9no Congreso de la UNEAC.

Debo confesar que desde hace varios años intento hacer mía la ataraxia cuando me enfrento a cualquier tipo de alocución política. Aunque no siempre me ha servido para librarme de lo pasional: ahora recuerdo el tremendo entusiasmo que provocó en mí el discurso de clausura pronunciado por el propio Díaz Canel en el pasado Congreso de la UNEAC, los deseos tremendos de contribuir a esa transformación que se nos pedía desde la tribuna, y también la manera brutal de despertar en medio de no pocos creaticidas adictos a esa zona de confort tal difícil de neutralizar, como ahora pone de manifiesto el Presidente.

Comparado con aquella alocución de hace cinco años ante un auditorio más o menos semejante, en esta intervención el mandatario sube la parada y nombra sin eufemismos buena parte de esas variantes de creaticidio a las que aludía antes. Como pieza oratoria pareciera difícil que deje indiferente al que la escucha, pero más allá de lo que puedan sostener ahora incondicionales o detractores, me importa retener ese discurso desde la óptica del más estricto realismo.

Llamo realista al escenario que, dentro de dos o tres semanas, cuando se hayan apagado los ecos del evento, nos devolverá a un contexto donde aún resultan dominantes ciertas prácticas y mentalidades burocráticas divorciadas por completo de la creatividad que nos interesaría impulsar como nación.

Esas son las mentalidades que entre Congreso y Congreso han impedido que las tremendas verdades dichas por el Presidente no hayan sido resueltas antes, cuando más públicas no podían ser.  La pregunta que más me angustia en estos instantes es: ¿por qué hay que esperar siempre a que el Líder máximo sea el que desencadene los cambios que se esperan?, ¿es que estaremos condenados a vivir de catarsis en catarsis, o lo que es lo mismo, de Congreso en Congreso?

Han pasado ya un par de días, y los comentarios sobre el discurso siguen; y supongo que seguirán multiplicándose durante un buen rato. En mi caso terminando de escribir este post, regreso a lo que más me interesa en estos instantes: hacer cosas, hacer. En definitiva buena parte de las cosas que hago están inspiradas en lo que escuché en el discurso anterior.  

Juan Antonio García Borrero

Post Asamblea (II)

En algún momento de la Asamblea de la UNEAC en Camagüey, la ensayista María Antonia Borroto Trujillo introdujo uno de los temas que más debiera importarnos discutir: ¿qué significa ser intelectual en la Cuba de ahora mismo?

Esta es una pregunta que, como aquella del Ser rescatada del olvido por Heidegger en su momento, apenas se formula hoy de una manera seria. Y es que muchas veces confundimos al intelectual crítico con el individuo que, cada cuatro años, de Congreso en Congreso, se para ante el público (¿o para el público?) y emite una opinión a favor o en contra de cualquier asunto.

Sin embargo, si algo distingue al intelectual auténtico de ese otro intelectual de ocasión, es que ha convertido su modo de intervenir en lo público en una adicción. Como adictiva también parece su tolerancia a la incomprensión y al fracaso.

Nada provoca en mí tantas sospechas como los consensos logrados en una Asamblea de intelectuales. Mientras los políticos están obligados a establecer alianzas con el fin de (en momentos concretos) tomar decisiones, a los intelectuales les toca remover el piso, hacer notar las infinitas variantes que nos concede la existencia para convivir, sacar constantes lecciones de los conflictos que animan a diario la vida.

Por eso el intelectual crítico suele ser un incomprendido, un tipo incómodo que tiene todas las de perder cuando se enfrenta al sentido común, y discute aquello que la mayoría de las personas dan como algo natural.

Nada de esto es nuevo, por supuesto. ¿Quién ha podido olvidar las lecciones de Benda cuando habló de la traición de los intelectuales? ¿O las observaciones de Gramsci al describir las funciones del intelectual tradicional y el intelectual orgánico? O un poco más acá las anotaciones de Said:

En torno a los intelectuales que no tienen prebendas que proteger ni territorio que consolidar o guardar hay algo fundamentalmente perturbador, de ahí que en ellos la autoironía abunde más que la pomposidad, la franqueza más que los rodeos y los titubeos. No se debe pasar por alto en todo caso la ineludible realidad de que tales representaciones no les van a ganar a los intelectuales ni amigos en las altas instancias ni tampoco honores oficiales. La condición de estos intelectuales es la soledad, sin duda, aunque siempre será preferible este destino a dejar gregariamente que las cosas sigan su curso habitual”.

Se trata de eso, de olvidar por un rato las impertinencias del ego peleón, para poner toda la pasión intelectual en función de los intereses más generales. O lo que es lo mismo, los intereses de la nación pensada desde lo inclusivo.

Juan Antonio García Borrero

En vísperas del nuevo Congreso de la UNEAC

El próximo sábado 11 de mayo tendrá lugar en Camagüey la Asamblea del Comité Provincial de la UNEAC, donde quedarán elegidos los directivos en este nuevo período que se inicia. Asimismo, se discutirá el Informe de Balance de lo realizado por sus miembros entre el 2014 y el 2019, y finalmente se presentarán los Delegados al venidero Congreso.

Leí el informe, y no sé por qué no me sorprendió que, una vez más, las experiencias de “El Callejón de los Milagros” no se mencionen allí. Sencillamente el tema de la informatización de la gestión cultural no es algo que esté priorizado por la UNEAC, pese a que en el pasado Congreso de la organización, el hoy presidente del país, Miguel Díaz-Canel, invitó a asumir con altura ese desafío que significa fomentar el uso creativo de las tecnologías en función de una mejor promoción del arte y la cultura.

Hay que decirlo por lo claro: en Cuba la informatización va por un lado, y la UNEAC por otro, algo que intelectuales como Víctor Fowler, por ejemplo, ya habían señalado desde hace mucho al apuntar lo siguiente en uno de los textos que compartimos con los lectores del blog: “Tan terrible como lo anterior es la escasez de opinión pública acerca de ello en espacios como la UNEAC (en su caso por ser quizás la tribuna principal de los científicos sociales cubanos), el silencio inducido alrededor del tema en el sistema universitario y en los diversos medios de prensa”.

Demoraremos mucho en incorporar de un modo natural a nuestros debates de la UNEAC asuntos como estos, pues en el fondo seguimos pensando que nuestras actuales Políticas Culturales pueden omitir ese capítulo. ¿Qué hacer en esos casos donde la resistencia analógica (a veces explícita, a veces sutil) se encarga de frenar la naturalización del debate?

Pues aprovechar de modo creativo las herramientas que nos brinda la propia revolución digital, y poner a circular esas ideas que en otras partes del mundo ya no resultan novedades, pero que acá levitan desconectadas debido a la carencia de un nicho que les brinde la posibilidad de una discusión sistemática.

La selección de textos que ahora ponemos a consideración del lector han sido publicados en el blog en el último quinquenio. Tienen como denominador común el interés por el papel del intelectual en la Cuba del siglo XXI, esa donde el consumo cultural, entre otras cosas, ya no se parece en nada al que existía en el siglo pasado.

Es una selección mínima, porque en estos cinco años se ha escrito muchísimo sobre estos temas en el blog. Por supuesto que aquí no encontraremos respuestas a las muchas preguntas que nos seguimos haciendo. En todo caso se trata de estimular el debate alrededor de un fenómeno que entre nosotros espera enfoques de altura. Aunque también se trata de una suerte de memoria de vida, toda vez que en los primeros textos se describe el nacimiento de eso que hoy conocemos como El Callejón de los Milagros.

JAGB

Relación de textos seleccionados

Post-Congreso: notas para un debate sobre el intelectual y la cultura cubana en el siglo XXI      3

Víctor Fowler sobre Internet, Políticas públicas y uso creativo en Cuba    6

De García Borrero a Víctor Fowler   7

De Víctor Fowler a García Borrero   9

De García Borrero a Víctor Fowler (II)        11

El papel de las instituciones culturales cubanas en el siglo XXI     13

Las nuevas tecnologías y el uso creativo en la promoción cultural  14

Cultura, tecnología, y educación en Cuba: la triple insularidad.      16

Pensar lo público desde la vanguardia intelectual    17

Cultura y educación: ¿enemigos íntimos?     18

Pluralidades y el debate cultural en Cuba     20

Contra el creaticidio: prohibido no soñar.     22

Políticas culturales y creatividad en Cuba    24

Creatividad, pensamiento crítico y vanguardia intelectual   26

Consumo cultural y lugares públicos en Cuba          27

Apuntes para un debate: cultura y medios en la era digital  29

Post-reunión   31

Para descargar la compilación de textos, pinchar debajo:

Notas para un debate sobre el intelectual y la cultura cubana en el siglo XXI