Lo que el cine nacional no deja ver

El concepto de “cine nacional” tiene un origen histórico, y, obviamente, responde a los intereses puntuales de los grupos de poder que en su momento lo legitimaron.
Cuando ese concepto se examina en el entorno de las pugnas que, hacia finales de los años cincuenta, las llamadas cinematografías modernas sostenían con lo que se englobaba en el gran saco nombrado “Hollywood”, se entienden mucho mejor las Políticas Públicas que cada país implementó con el fin de garantizar la visibilidad de la producción cinematográfica local.
Sin embargo, del mismo modo que ese concepto iluminó identidades comunitarias, también el “cine nacional” (vinculado al Estado, al espacio geográfico donde se originaba, a las narrativas particulares, etc) dejó en las sombras aquello que no respondiese a ese gran paradigma.
Pensemos en el cine cubano, y todas las historias de compatriotas que ahora mismo levitan en un limbo, porque no responden al canon legitimado por la historiografía dominante. No tenemos idea de la cantidad de coterráneos que hay regados en el planeta, cada uno con experiencias diversas de acuerdo a las circunstancias que han debido enfrentar, pero todos dialogando con esa gran comunidad imaginada que llamamos “nación”, un diálogo donde la ideología y la política son apenas dos de los miles de componentes que conforman su cotidiano accionar.
El día que decidamos hacer un inventario exhaustivo de esa presencia del cubano en la pantalla global (lo mismo en los Estados Unidos que en Rusia, en México que en Japón), nos sorprenderá advertir los modos en que la cubanía se ha enriquecido a lo largo y ancho del planeta.
Pondré el ejemplo acotado de lo sucedido en un país y en un tiempo que a simple vista no nos parecieran tan desconocido y remoto: la España de los noventa del pasado siglo. ¿Cuántas historias de cubanos que decidieron emigrar a ese lugar por esas fechas no permanecen todavía invisibles para nosotros?
Y no hablo de cintas donde lo cubano resulta explícito desde el mismo título, como puede ser Cosas que dejé en La Habana (1997), de Manuel Gutiérrez Aragón, sino de otras en las que ser cubano no es algo que denote un privilegio “per se”, sino que adquiere valor en la misma medida que se desarrolla en un contexto ajeno donde otras comunidades emulan con sus propias identidades.
Estoy pensando en filmes como Los hijos del viento (1995), de Fernando Merinero, En la puta calle (1996), de Enrique Gabriel, Flores de otro mundo (1999), de Icíar Bollaín, Adiós con el corazón (2000), de José Luis García Sánchez, o La novia de Lázaro (2002), también de Fernando Merinero.
Asimismo, por el camino pudiéramos recuperar historias de vida como, por ejemplo, las de José María Sánchez Prados (Kimbo), showman y actor que naciera en Marruecos luego de la relación de su padre, el cubano “el negro Rafael” con una española, y que ha aparecido en películas como Una chica entre un millón (1993), de Álvaro Sáenz de Heredia, Demasiado caliente para ti (1996), de Javier Elorrieta, la mencionada Cosas que dejé en La Habana, Cuba Libre (2005), de Ray García, Palmeras en la nieve (2015), de Fernando González Molina, o El Rey de La Habana (2015), de Agustí Villaronga.
Lo que trato de decir es que, más allá de lo que el concepto de “cine nacional” nos muestra, hay todo un mundo de cubanías en permanente diálogo con la nación (esa comunidad imaginada a la que no se ha renunciado nunca, porque pertenece al mundo interior de los sujetos, no a los Estados), que aún esperan ser descubiertas.
Juan Antonio García Borrero
PÁGINAS EN LA ENDAC:
Una chica entre un millón (1993), de Álvaro Sáenz de Heredia
Los hijos del viento (1995), de Fernando Merinero
En la puta calle (1996), de Enrique Gabriel:
Cosas que dejé en La Habana (1997), de Manuel Gutiérrez Aragón:
Flores de otro mundo (1999), de Icíar Bollaín:
Adiós con el corazón (2000), de José Luis García Sánchez:
La novia de Lázaro (2002), de Fernando Merinero:
Publicado el junio 8, 2021 en REFLEXIONES. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.
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