Cuba y México en el cine: una larga historia por contar…

Mucho antes de que comenzaran “las Historias nacionales” del cine cubano y mexicano, Cuba y México ya habían iniciado una relación cinematográfica que perdura hasta nuestros días. El kilómetro cero de ese vínculo habría que asociarlo a la figura del francés Gabriel Veyre (1871- 1936), quien el 15 de enero de 1897 arribaba a La Habana en el vapor “Lafayette”, procedente del puerto de Veracruz.
Representante de los hermanos Louis y Auguste Lumière, y encargado de introducir el Cinematógrafo Lumière en Venezuela, Las Guayanas, Las Antillas, y México, Veyre llegaba a Cuba luego de una estancia en el país azteca que le permitió incluso ofrecer una proyección de sus películas en movimiento en el castillo de Chapultepec, contando con la presencia de Porfirio Díaz, presidente de la República, así como “su esposa y alrededor de cuarenta invitados impactados por el insólito movimiento de aquellas vistas”.[1]
A su llegada, Veyre encontró un país sumido en una brutal guerra donde los cubanos exigían la independencia política de España. Pero más allá de las tensiones bélicas a las que el francés aludió en las cartas privadas dirigidas a su madre desde La Habana, en la capital del país la vida cultural se seguía desenvolviendo con gran dinamismo. Y el hecho mismo de que el Cinematógrafo Lumière tomase en cuenta a Cuba en esa primera “ruta del cine” en América Latina, nos habla de un contexto que se encontraba abierto a todo tipo de “práctica transnacional”.
La historiografía dominante ha hecho énfasis, sobre todo, en el nacimiento y consolidación de lo que hoy se consideran “los cines nacionales”. En esa perspectiva, el Estado-nación obtiene todos los privilegios constituyentes, en tanto es gracias a su tutela legal que se concibe una identidad única donde “lo cubano”, por poner un ejemplo, se asociaría a una serie de rasgos estables que la Administración Pública legitima de modo explícito.
Sin embargo, antes de que la nación se constituyera como tal, ya estaban esos flujos, interacciones, y lazos que se establecen en los ámbitos económico y cultural entre sujetos e instituciones que se encuentran más allá de las acciones formales de los Estados. Justo esas redes móviles de comerciantes, artistas, turistas, académicos, etc, viene ocupando en los últimos tiempos la atención de la perspectiva transnacional de la Historia, la cual, lejos de negar lo que ya ha quedado establecido en el enfoque nacionalista, permite enriquecer la visión de conjunto, e incorporar a la agenda de investigaciones, áreas que con anterioridad quedaban en un limbo historiográfico, pues se nutrían de la movilidad, lo fugaz, lo inestable.
En el caso de Cuba y México es mucho lo que aún queda por investigar en lo cinematográfico. Para ilustrar esa sensación de cercanía que muchas veces se vivió entre los representantes gremiales de ambos países, podríamos citar lo dicho por el productor Gregorio Walerstein, en vísperas de la filmación del filme Te sigo esperando (1951), de Tito Davison, que tuvo algunas locaciones en La Habana: “Cuba no es un país extranjero. No podemos compararla a algo distinto a México. Es una prolongación de México. Como México, nuestro gran México es, a la vez, una prolongación de Cuba en territorio y república”
Sin embargo, con la perspectiva transnacional no solo estaríamos hablando de contabilizar los momentos es que ambos países protagonizaron alguna coproducción fílmica, sino de entender las lógicas subyacentes en cada práctica transnacional compartida, lo mismo con el fin de facilitar el intercambio de cineastas, técnicos, e intérpretes, que de legitimar un mercado donde se construían comunidades de espectadores que, aunque atentos a la identidad nacional del grupo étnico al que pertenecían, aceptaban como algo familiar (pese a las diferencias) los dramas vividos en cada película.
En este sentido, más que una Historia comparada de las dos cinematografías nacionales, sería interesante estudiar las mutuas influencias que cubanos y mexicanos han experimentado y todavía experimentan entre sí a la hora de pensar, hacer, y consumir el cine de ambos países, y de modo más general, el audiovisual.
Una herramienta como la Enciclopedia Digital del Audiovisual Cubano, plataforma en permanente construcción donde se defiende el concepto de “cuerpo audiovisual de la nación” (mucho más ambicioso que el de cine nacional), ya nos ha permitido iniciar el trazado de una suerte de atlas preliminar, a través del cual se podrán articular los diversos mapas que involucran a las dos cinematografías: el mapa de las películas coproducidas (lo mismo en el período pre-revolucionario que revolucionario), el de las biografías de los creadores, el de las publicaciones, o el de los servicios tecnológicos.
Pero también el mapa de las interacciones que no dejan huellas físicas, si bien después serán reconocidas como el germen de determinadas situaciones. Pensemos, por ejemplo, en la presencia de Alfredo Guevara en México a finales de los cincuenta, en vísperas de la revolución de 1959, formando parte de una comunidad de cubanos exiliados que después contribuirían a formar el ICAIC, con la cercanía de otros emigrados (en este caso españoles) como Luis Buñuel y José Miguel García Ascot.
O pensemos también en las tensiones experimentadas por ambos gobiernos a principios de los años cincuenta (porque no todo ha sido colaboración armónica, en tanto siempre ha habido un mercado que busca utilidades por medio), cuando desde México se dictó un conjunto de regulaciones que ponían en peligro la continuidad de la práctica transnacional, y que provocara que el crítico Walfredo Piñera escribiera en 1956 en el periódico El Mundo:
“La única esperanza sólida de que se haga cine en Cuba es la coproducción. Y, concretamente, la coproducción con México. Una industria de cine necesita continuidad, publicidad, buenos canales de distribución y mercado nacional y extranjero. Nada de eso podemos tener solos por ahora. Sobran motivos que todo el mundo conoce”.
Con el enfoque transnacional de las relaciones audiovisuales establecidas entre Cuba y México, se estaría repensando el dominio del Estado-Nación como el dispositivo dominante de la narrativa histórica. O sea, que si bien la Historia entre los dos Estados seguiría teniendo la importancia de antes (sobre todo para explicar las grandes decisiones tomadas como parte de la gestión internacional), ahora se estaría visualizando mucho mejor el impacto de lo cotidiano y la circulación cultural, que antes era solo atendida de acuerdo a los parámetros impuestos por una élite que mide los valores del cine en función solo de lo estético.
Juan Antonio García Borrero
[1] Arturo Agramonte, Luciano Castillo. Cronología del cine cubano I (1897-1936). Ediciones ICAIC, La Habana, 2011, p 15.
Publicado el octubre 9, 2021 en Cuba-México. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.
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