MEMORIAS DE UN HURACÁN

La noche del huracán la pasamos en esta vieja casona todo el tiempo en vela (la expresión más gráfica no puede ser: todos a la luz temblorosa de una única vela). A las doce de la madrugada, los míos me felicitaron. “Tremendo regalo el de la Virgen”, dijo mi hijo con sorna, miró el quejoso techo, y me dio un beso. Ya era ocho de septiembre.

Bromeamos con aquello de que, por lo menos, aquel sería un cumpleaños diferente: “seco” por dentro, muy “mojado” por fuera. En las primeras horas de esa madrugada, nada nos hizo pensar que no fuese más de lo mismo: mucha lluvia y pocos ruidos. Vimos en la televisión nacional boletines acerca de lo que se nos venía encima, y hasta que quitaron la energía eléctrica, fragmentos de “Rancheador”, un filme de Sergio Giral, con Reinaldo Miravalles en el protagónico.

Disimulábamos bien nuestra zozobra, aunque creo que, en sentido general, tenemos aún una idea muy pobre de lo que es estar en el camino de un huracán (¿la tendría Sartre cuando asoció el huracán al azúcar?). Ahora sé que es como verse metido en un San Fermín sin haberlo pedido: es como si hubiesen soltado siete u ocho toros enardecidos dentro de una casa vieja, frágil, y sin salidas.

Hacia las tres de la madrugada, el ruido ambiente se hizo inaguantable, y aprendí de un tirón a qué le llaman “aires huracanados”. Escuchamos ruidos dantescos. Después nos confirmaron que uno de esos estruendos fue el techo de zinc de una vecina (a tres casas de la nuestra) que había sido desprendido de cuajo (por suerte, ella no estaba dentro).

Ahora mi casa parece una versión moderna de la cueva de Altamira, con las paredes soportando miles de pinturas rupestres que dibujaron las goteras y las filtraciones. Pero admito que eso es nada comparado a la tragedia de otros que lo han perdido todo.

Salir a las calles pocas horas después del paso del huracán, me recuerda demasiado ese fotograma donde Marlon Brando contempla las ruinas de una ciudad desvastada por la guerra. Había mucha gente caminando en las calles, pero iban como zombies, con el estado de ánimo partido en dos: de un lado, alegría por haber superado esa experiencia terrible; del otro, temor de enfrentar un huracán nuevo que un rumor infundado nos iba anunciando con morboso entusiasmo.

Frente al cine “Casablanca” que alguna vez fue, alguien me preguntó cómo pasé el ciclón, cuando lo verdaderamente dramático sería indagar cómo lo estoy pasando todavía. Esta debe ser la pesadilla más larga que he tenido. De hecho, todavía no he despertado de ella: llegamos a estar seis días sin energía eléctrica, y sin agua.

Cuando en algún momento sentí que llegaba al límite, logré recordar aquella observación de Nietzsche: “la felicidad se parece a la alegría del náufrago que llega a la orilla”. ¿Será esa la paradójica sensación que me atrapa cuando recorro la ciudad en mi destartalada bicicleta? El teatro “Principal” perdió parte del techo. También el teatro “Avellaneda”. Y al Casino apenas se puede acceder. La ciudad es algo mugriento que de momento no reconozco.

Y sin embargo, tiene razón Nietzsche con eso de la alegría del náufrago. Acaban de poner la luz. Este huracán ha dejado en mí la impresión de que entre la noche que empezó todo y el día que le siguió había exactamente noventa millas. Era la sombría sensación de haber zozobrado en una orilla inhóspita, oscura, pero hechizante. Una sensación muy familiar a la del balsero que no sospecha lo que le aguarda en tierra impropia, pero que al pisarla va entonando feliz el estribillo de aquel clásico de Gloria Gaynor: “I Will Survive, I Will Survive”.

En buen cubano, dicho estribillo tiene la misma connotación que esta pregunta que a ratos viene implacable sobre mí: “¿Así que aún estoy vivo?”.

Juan Antonio García Borrero

Publicado el septiembre 16, 2008 en REFLEXIONES. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.

  1. «De pinga» Juani, he estado siguiendo todo este asunto, por aca se esta recopilando mucha ayuda, ojala llegue rapido …
    saludos

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