SERGIO Y SERGUÉI (2017), de Ernesto Daranas

Sergio y Serguéi. Lo malo de irse a bolina.

Por Rolando Leyva Caballero.

Con Sergio y Serguéi, su director, Ernesto Daranas, desperdició la oportunidad de filmar un básico del cine para la posteridad inminente. Quien apuntaba ser, por sus maneras, uno de los directores de audiovisuales más comprometidos y consecuentes con el ejercicio convencido del drama social y su vocación de servicio público a la comunidad, acaba de estrenar una película que apenas se complace en cruzar los dedos antes de seguir una trayectoria temática errada, que no lo llevará a ninguna parte, dejando escapar una posibilidad irrepetible: concebir una película que apostase fuerte por la rectificación de errores y la transparencia, que ayudara a explicar, para entender, si acaso resulta posible, como fue el difícil proceso de abandonar el útero utópico del socialismo real.

Sergio y Serguéi cuestiona, para no decir que traiciona, la lógica de crecimiento paulatino del discurso artístico, pero sobre todo político, de un director valiente, que en sus dos primeros filmes anunciaba lo que sería una carrera ascendente, crítica, mejor aún, concebida desde la industria nacional pero no por ello menos atrevida y autónoma, al abordar circunstancias, problemáticas sociales, temas tabúes que fueron habitualmente eludidos por la filmografía institucionalizada, con su facilidad venal para edulcorar o trivializar lo que es dramático o trágico. Es por ahora la disyuntiva estética y existencial que afecta a Ernesto Daranas, la de volver sobre sus primeros pasos para enmendarse a golpes de acierto.

Sergio y Serguéi acaba siendo un salto atrás, un repliegue o retroceso artístico inexplicable, que denuncia no ya la falta de oficio o de pericia narrativa, sino la pérdida repentina del instinto reactivo, al seguir el realizador una falsa pista argumental que lo llevó por el mal camino del cine cubano contemporáneo producido por el ICAIC, cada vez más artesanal, desfasado, estertóreo, improvisado, que en el intento estéril de sustituir importaciones, sin abrirle paso a los jóvenes realizadores, prefiere rodar historias asépticas, descafeinadas, inocuas, despojadas del rigor de la crítica social mientras simula que pone el dedo en la llaga pero siempre con un guante de látex para evitar el contagio. Ernesto Daranas prefirió curarse en salud. Apostó por ser un soldado avisado, que no quiere morir en batalla. Se atrevió a dar un paso peligroso, sin permiso, para luego pedir perdón por el atrevimiento estético de filmar Sergio y Serguéi, una película atascada entre dos mundos dignos de ser representados.

No es lúgubre ni pesimista hasta el hiperrealismo turbio de moda hace años, pero tampoco preciosista. Se remite a un pasado no tan reciente pero tampoco lo suficientemente remoto como para no haberlo aprendido por cabeza propia. El problema esencial de Sergio y Serguéi comienza justo cuando el argumento deja atrás su parte introductoria para llegar al punto en que debe decidir entre la comedia dramática, la parodia política o la sátira social, momento crucial en que definitivamente equivoca el rumbo y el largometraje continua a la deriva, dando tumbos, por pura inercia narrativa, de lo que debe llegar hasta el final del metraje porque así está previsto en el guión.

El problema es que quizás Ernesto Daranas intentó narrar, desde la actualidad, lo que aún debe esperar su momento, no el crecimiento sino la degeneración, sin madurez, hasta llegar a la putrefacción, de un arquetipo humano primigenio, importado y trasplantado por el realismo socialista cubano, el Hombre Nuevo, que por fin despierta o lo zarandean en sus convicciones y creencias políticas, desorientado y herido, hecho trizas por las circunstancias sociales cambiantes, que sus creadores y valederos ideológicos no supieron o quisieron pronosticar, que no le enseñaron a enfrentar ni superar sin caer abatido.

Quizás ahí se halla el gran tema escamoteado del filme de Ernesto Daranas, no en la amistad imperecedera pero inverosímil entre individuos provenientes de países antagónicos y en confrontación constante por la supremacía mundial, sino en la disolución súbita de un ensueño colectivo, de una utopía trasvasada, la pérdida de la inocencia ideológica y la subsistencia tras el despertar abrupto.

Quizás el principal problema de Sergio y Serguéi sea su ambigüedad genérica. Nada de catastrofismo aeroespacial ni apocalíptico. No es un drama histórico, psicológico ni social. El argumento no habla de una invasión alienígena en plan exterminio de la Humanidad. No hay misión de rescate en el espacio profundo. No es una intriga internacional ni un juego de espías, con la presencia chic de algún agente de la CIA o el MI6. Es, con algo de suerte, una comedia fallida, del absurdo, otra concatenación de sucesos insignificantes que se magnifican.

Sergio y Serguéi pudo llegar a ser una comedia dramática, aguda en su crítica, pero prefiere hacernos sonreír antes de proponernos pensar en lo que ocurrió.

Quizás lo anterior tenga que ver con la mala digestión del cine contemporáneo alemán y de buena parte de la filmografía de Europa del este, proveniente de los países del antiguo bloque socialista, sobre todo Polonia y República Checa. Sergio y Serguéi quisiera pero no consigue, por hablar de dos ejemplos lúcidos, disponer de la gracia germánica de Good bye Lenin, una película que habla de una sociedad casi perfecta, que debe ser artificialmente conservada en formol, en tanto experimento histórico de ingeniería social devenido pesadilla colectiva.

También le hubiese encantado acercarse, un tanto, a la aclamada y reveladora La vida de los otros, una película de referencia que se acerca a una cuestión fundamental, que tiene que ver con la supuesta potestad estatal para vigilar a sus ciudadanos, sobre todo a los artistas, escritores e intelectuales inorgánicos, esa clase pensante que se resiste a que le impongan una ideología intolerante, incuestionable, simplemente unívoca.

2. Los espectros radiofónicos. Una amistad de onda corta.

Las casualidades de la vida. Sergio y Serguéi no solo se nombran igual en sus respectivas lenguas maternas, sino que comparten, imaginamos, mala suerte, idiolectos y desilusiones, en un momento de cisma histórico y declive final de una forma de organizar la sociedad y repartir la riqueza producida entre todos, que definitivamente no tenía en cuenta ciertos apetitos e intereses individuales, difíciles de conciliar con un programa político colectivista.

Daranas apuesta por dotar al largometraje de una matriz cómica que aligera el argumento hasta despojarlo, prudentemente, de todo su potencial incinerador. Para ello se apropia, sin pudor, de tres de las bazas conceptuales del policíaco cubano televisivo: el colaboracionismo, la delación y el espionaje sistemático, implementados en el dramatizado nacional durante décadas, con la finalidad implícita de potenciar el control social y la aparición de cierto delirio colectivo, paranoico, que responda a la lógica intencionada de prevención y persecución, tanto de los delitos más comunes como de la desobediencia civil organizada, a través del advertimiento e intimidación directa de la ciudadanía amedrentada, despojada del derecho a reclamar o resistirse.

La diferencia radica en que en Sergio y Serguéi no hay un crimen que dilucidar. Tampoco un culpable o responsable al que purificar tras incurrir en una falta. No hablamos siquiera de una organización o red criminal encubierta, secreta, que trabaja para un enemigo histórico e imperial, que acecha en cada persona que no se comporta de manera acorde a esos criterios ideológicos establecidos de antemano, que no precisan ser emplazados ni reformados nunca.

Ernesto Daranas ni siquiera puede alegar malas compañías en su largometraje. Su elenco de actores y actrices es de los mejores que se pueden contratar en Cuba en la actualidad. Un personaje protagónico en manos de un actor versátil, con la piel oscura, que en este caso no interpreta un delincuente o un esclavo, ni a un músico popular, es de por sí algo digno de alabar a la primera ocasión, sobre todo porque asume, de manera convincente y seria, el que debería ser el desafío más difícil de interpretar en una película que se remite a una coyuntura histórica que aún no ha sido estudiada en profundidad, latente en el imaginario colectivo cubano, socialista, como un momento de crisis y fractura irreversible, un antes y un después de consecuencias nefastas.

Su personaje, por si solo, ofrecía un mundo de posibilidades de representación. Es un profesor de filosofía marxista leninista, graduado en la URSS, que habla ruso e imparte clases en la Universidad de las Artes. Más que un despistado, acaba siendo un discapacitado fuera de lugar, limitado a la hora de entender que cambiaron las reglas del juego y que él resulta anacrónico y prescindible, una reliquia de la Guerra Fría que debe resetear sus convicciones políticas en aras de la supervivencia cotidiana. Es que el argumento de la película estaba en ese drama más personal que necesariamente político.

Pero el cine cubano no puede ser comedido y puntual. Necesita atiborrarse de personajes dóciles, etéreos, a ratos ingrávidos. No uno, sino dos. Por un lado, el cosmonauta soviético, que en algún momento queda atrapado en el limbo. Por el otro, un periodista de investigación, norteamericano, neoyorkino, judío, cuyos ancestros fueron exterminados por la furia de la represión bolchevique tras el triunfo de la Revolución de Octubre. Es un fiel creyente en la Teoría de la Conspiración, que aspira a develar, no los misterios oscuros del Universo, sino que la verdad está allá fuera, oculta por las agencias de seguridad del gobierno estadounidense, que amenazan con aniquilarlo si no guarda silencio.

De ahí la afinidad y el nexo cósmico que establecen, náufragos de un proceso, de un proyecto político viejo, que los abandona a su suerte, sin tirarles la toalla. La sintonía indirecta entre ellos deriva de la angustia, la desidia expectante y el miedo a ser prescindibles. Es la explicación metafísica para la rara conexión inalámbrica entre un radioaficionado de La Habana, un cosmonauta soviético y un judío neoyorkino, que logran coordinar la ayuda mutua sin que medien los puntos y rayas del código Morse.

Los tres son ciudadanos abusados o defenestrados por los sistemas políticos que deben representarlos, y que al margen de las diferencias ideológicas que los separan, anteponen la amistad pero sobre todo el valor de la vida humana.

Otros personajes afloran, quizás alambicados. No puede faltar la madre coraje, pragmática y religiosa, con ambos pies bien puestos en la tierra, dispuesta a lo que sea con tal de garantizar el pan. Tampoco el ingeniero naval autodidacta, que trabaja por cuenta propia, armando una flota de embarcaciones menores. También hay que nombrar a la artista dibujante, una enamoradiza iconoclasta y tránsfuga en potencia, que no solo se quiere evadir de la realidad sino del país. Finalmente, la pequeña de cabellera pasional, narradora y testigo de la historia, la voz inocente que recuenta los hechos desde una sensibilidad y perspicacia infantil que mantiene a salvo a los adultos, que acabarían respondiendo ante la ley por sus actos perniciosos para la estabilidad y la seguridad de la nación.

No se pueden dejar de mencionar los personajes, subrepticios y tenebrosos, del inframundo del espionaje y la inteligencia militar, incluso mucho más abajo todavía, en el humus putrefacto, como escalón último de la evolución humana, al delator diletante que goza de la certidumbre y el decoro de joder al prójimo, con tal de ganarse el reconocimiento de la jefatura y una medalla de hojalata.

Si atendemos al calibre artístico, al currículo y el talento del elenco en pleno, la película estaba a salvo del desastre. Disponer a discreción de Tomás Cao, pero sobre todo de Héctor Noas y Mario Guerra en un largometraje de ficción, sin aprovechar para ponerlos en un juego o trayectoria de colisión dramática, es uno de los grandes despilfarros de la película. El otro es descubrir a Yuliet Cruz en un personaje de cartón, hierático, que no aprovecha la onda expansiva de una actriz explosiva, dotada de una presencia y potencia en escena a la que no le sienta bien el retraimiento ni los papeles secundarios y anodinos.

Algo parecido tiene lugar con Mario Guerra y su personaje del vigilante volátil. Quizás sea hora ya de concederle, a él, algún protagónico digno de su talento.

Aprovechar su innegable capacidad cómica, más que demostrada y explotada, siempre en detrimento de su contundencia dramática, es hoy por hoy una de las decisiones más desacertadas, no de él en tanto actor, sino de los directores que insisten en convocarlo para hacernos reír pero nunca reflexionar ni sufrir. Su personaje, por demás secundario, electrocutado a voluntad, se va del aire sin dejar de ser una caricatura desvestida de todo indicio de peligrosidad social. El humor disuelve su naturaleza oportunista, represiva, de entrometido locuaz, de guardián de la integridad ideológica que anhela desesperado el espaldarazo gracias a su actitud combatiente y risible pero no por ello menos despreciable.

3. Aterrizaje forzoso. De vuelta a la cruda realidad.

Sergio y Serguéi es un filme que acaba dando demasiados viajes en círculos. Su recorrido narrativo, más elíptico que parabólico, lo lleva al punto de partida. Analizando sus defectos y omisiones, a lugar, el saldo positivo radica en que sintomáticamente acentúa un cambio de registro argumental en la filmografía cubana contemporánea concebida desde la industria, que podría abocarse, sería genial, al descubrimiento de las muchas y traumáticas historias ocultas del pasado reciente de la nación, aún pendientes de ser filmadas.

Hablamos de un cine reivindicativo y revisionista, de ajustes de cuentas con el proceso político y social aún vigente, que potencialmente podría encontrar en el audiovisual un buen mecanismo de regeneración y retroalimentación artística, filosófica, ideológica, solo si se atreve a cambiar las reglas del juego recreativo.

Para ello tendrían que admitir las prácticas y teorías erróneas que aplicaron. Mientras ocurre el milagro anunciado algunas conclusiones dimanan del filme. El monitoreo intensivo del espectro radiofónico fue una necesidad estratégica. La persecución implacable de los débiles y dubitativos, una política de estado. Dominar los secretos de las vidas de los otros, una táctica aberrante e invasiva.

Por demás, Sergio y Serguéi, en tanto comedia y divertimento, insiste para mal en proveer de una bocanada de aire fresco a la cinematográfica cubana oficial, desbordada por las producciones independientes, más arriesgadas y honestas. No basta con hacer una película. Antes de irnos a bolina y chocar con el techo, es preciso admitir lo evidente: La Habana, tenemos un problema.

Publicado el enero 29, 2018 en Uncategorized. Añade a favoritos el enlace permanente. 2 comentarios.

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