MELAZA (2012), de Carlos Lechuga

El acíbar de Melaza

Por: Antonio Enrique González Rojas

Uno de los principales méritos que subraya a la cinta Melaza (Carlos Lechuga, 2012) dentro de la fílmica cubana, es que no apuesta por la comedia de chiste facilón, ni siquiera la tragicomedia aunque no desprecie la ironía, para desarrollar la visión de sus realizadores sobre una zona poco explorada, como muchas, del devenir social cubano, esta vez desde una perspectiva minimal, cuya intimista tragicidad, esplendor visual y comedimiento narrativo se perfilan cual signos creativos de las más recientes generaciones de autores audiovisuales cubanos como Carlos Machado (La Piscina, 2011) y Sebastián Miló (Camionero, 2011), antecedidos por piezas como la nostálgica y hasta cierto punto reivindicatoria La Edad de la Peseta (Pavel Giroud, 2007). Se prefigura una postura más comprometida y desprejuiciada del cineasta ante su tiempo e historia, más allá de establecer complicidades catárticas con los públicos a través de chistes más/menos álgidos sobre las circunstancias socio-políticas o tímidas aproximaciones a fenómenos lancinantes del pasado reciente y el presente.

Cualquiera de las dos tendencias han dado al traste con buenas oportunidades para concebir cintas sobre el eufemístico Período Especial de la década de 1990, con la timorata Páginas del diario de Mauricio (Manuel Pérez, 2006); la Crisis de Octubre con la ligera Lisanka (Daniel Díaz Torres, 2009); el incidente de la mítica y aún turbia herencia de los Contreras, con El cuerno de la abundancia (Juan Carlos Tabío, 2009); la marginalidad juvenil durante la propia crisis de los ´90, con Boleto al Paraíso (Gerardo Chijona, 2010); la dolorosa guerra en Angola con las maniqueas Kangamba (Rogelio Paris, 2008) y Sumbe (Eduardo Moya, 2011); y las cuestiones de género y racialidad con las respectivamente tristes Verde Verde (Enrique Pineda-Barnet, 2012) e Irremediablemnete juntos (Jorge Luis Sánchez, 2012). Las mencionadas distan mucho de ese cine del dolor nacional y la crítica profunda que ampliamente se ha desarrollado en naciones como Argentina, pletórica de filmes sobre la dictadura militar y la crisis económica de diciembre de 2001 o el propio Estados Unidos con sus piezas sobre la recesión financiera, para mencionar un ejemplo muy actual.

Melaza, en sutil equilibrio entre la indagación social y el drama humano, entre la documentación expositiva y la elaboración artística, remonta tales tentaciones de la comicidad facilista o de la comedida infidencia para colimar con minuciosidad un segmento de las vidas de Mónica (Yuliet Cruz), recepcionista del hipotético central Melaza y de Aldo (Armando Miguel Gómez), maestro de la escuelita del batey correspondiente, quienes subsisten en un contexto tan aciago como el registrado en la joven documentalística cubana independiente por deMoler (Alejandro Ramírez, 2004).

Los avatares de estos seres marginados de todo futuro halagüeño, por pagar una multa exorbitante para sus pecunias, transcurren en un espacio al cual se le confiere un poder expresivo tan importante como (o mayor que) a los propios personajes, desde la preciosista y cabal fotografía dirigida por Ernesto Calzado y Luis Franco. Tras los alegres tonos cálidos cuasi-Technicolor cobrados por paisajes y edificaciones, subyace una sutil malignidad, materializada precisamente en el irónico contraste entre la campiña primorosa y lozana como en perenne amanecer, y las ruinas desdentadas del central, desesperanzadora circunstancia de crisis que postra a los ex-azucareros en el infortunio.

A la par del desarrollo de las comedidas pero dinámicas acciones que hablan a favor de un oficio narrativo apreciable, tales ambientes y sus universos objetuales alcanzan planos protagónicos en pos de alcanzar una visión de conjunto del fenómeno, enriqueciendo el discurso con este inevitable y orgánico engarce entre el macrocosmos-batey y el microcosmos-familia. Sorteado es cualquier exceso de personajes secundarios, reducidos casi todos los habitantes del lugar a tenues figurantes, fundidos con el entorno. Reforzada queda la sensación opresiva, como si las columnatas de “la fábrica”, como le llaman al central, fueran a engullir a la figurita encopetada de Yuliet Cruz (quizás demasiado citadina para un habitante de esos lares) que revisa diariamente el estado de las maquinarias erosionadas por la inactividad y actualiza un mural de pura inercia. Igual sucede con los campos adyacentes al coloso Melaza, rebosantes de maduras cañas malgastadas, recorridos sus senderos esmeraldas una y otra vez por los personajes en sus andanzas.

La elocuencia de tales imágenes, con la consecuente yuxtaposición de oxidados fierros/lozanía verde, son líricos alegatos acerca de la aún insoluble circunstancia azucarera nacional. Se revela como un tanto innecesario, incluso peligroso para la sutil poética y hasta la elegancia de la cinta entera, el subrayado de esta tesis que representan las cíclicas invocaciones por altoparlante al acto de “reafirmación revolucionaria” donde acontece el deprimente clímax de la obra, para reafirmarse en este impostado jolgorio final la anti-heroicidad palmaria de Mónica y Aldo, debatidos entre integridad y supervivencia. Se reiteran así, con más éxito, las premisas manejadas por Lester Hamlet en Fábula (2011) acerca de la juventud frustrada, sin sueños, náufraga entre las ruinas del pecio cubano. No les queda más que seguir adelante hasta que un nuevo escollo los lleve de nuevo al abismo.

Con unos niveles histriónicos decorosos en sentido general, Melaza consigue para Yuliet Cruz una de sus mejores interpretaciones cinematográficas, alejada del común perfil erótico, aunque no llega a consolidarse suficientemente la necesaria química con un Armando Miguel más constreñido que contenido a la hora de lograr la escueta naturalidad de su personaje.

Concisa, enfocada, comprometida, visual y simbólica, Melaza escribe afortunada página en los anales del audiovisual cubano reciente. Discreta pero significativamente leva áncoras del puerto erigido por las generaciones y dinámicas precedentes sobre débiles pilares. Aunque la crisis en todas sus variantes es y será por mucho tiempo, tema preeminente en estas obras, entre las grietas del erial creativo del cine cubano aparecen retoños como el de marras, asentados en dinámicas de producción diferentes a las usuales (ya sea la industria o la escualidez más dura), promisorios de épocas más coherentes. Valga para esta aseveración la imagen del saludable campo cañero, adosado al insalvable cadáver industrial. Quizás pudieran ser prontamente cosechados y procesados sus azúcares por las nuevas máquinas de las ágiles y pequeñas maquinarias independientes…     

Publicado el febrero 19, 2013 en AUDIOVISUAL JOVEN EN CUBA. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.

  1. Carlos Diaz Abascal

    Para que se desgastan en poner tanta palabra rebuscada en la reseña de esta pelíca con corte de teleplay trágico-comedia que no pasara a la postre a no ser por los paisajes cañeros.

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