Archivos diarios: julio 3, 2008

ESPAÑOLES SIN ESPAÑA II (Fragmento)

La representación del inmigrante español en el cine cubano ha sido, en comparación con la presencia del africano, más bien superficial. De hecho, bajo la nomenclatura de “gallego” se ha utilizado a una figura que no está haciendo referencia solo a aquel que provino de Galicia, sino que asume como tal a cualquiera que haya llegado de España, ya sea del área gallega, andaluza o catalana. En el imaginario colectivo de la Isla, “el gallego” ha tenido una connotación simbólica, y por ello mismo su uso ha respondido a algo más que a un propósito racional.

La investigadora norteamericana Laura Podalsky ha podido vislumbrar con envidiable lucidez cómo el cine cubano pre-revolucionario, tan vapuleado en más de una ocasión por la ausencia de una finalidad identitaria, en realidad no estuvo ajeno a esos procesos de construcción donde, a su manera, se intentó hacer visible ante los otros, el cuerpo de la nación. En su texto, la estudiosa argumenta la tesis de que,

“(…) Mientras el cine de los treinta presentaba a Cuba como una nación dividida entre ciudad y campo, las coproducciones de los cincuenta la caracterizaban por un conflicto entre la cultura criolla/blanca y la africana/negra. Tal comparación demuestra que aunque el cine cubano pre-revolucionario articulaba tradiciones locales, éstas también se modelaban conforme a las expectativas del mercado hispanohablante”.

A los efectos de este artículo me importaría retener sobre todo el apunte en torno a la tensión que, a lo largo de la historia del cine cubano, se ha originado con la contraposición de la “cultura blanca” (representada por españoles y criollos) y la cultura negra (encarnada en esclavos africanos, empleadas domésticas y otros sujetos sociales pertenecientes a esa raza). Esa tensión puede explicar el por qué, aún antes del triunfo de la revolución de 1959, se ha privilegiado fílmicamente el aporte africano a la identidad nacional, muy por encima de la contribución hispánica.

Los antecedentes de esa práctica cinematográfica habría que rastrearlos en el contexto teatral. La irrupción en escena del actor Francisco Covarrubias (1775-1850) permitió que hacia mediados del siglo XIX las tablas de la isla conocieran de sus primeros personajes criollos. Se trataron de adaptaciones al medio cubano de esos sainetes que Ramón de la Cruz puso de moda en España por la misma fecha, pero donde era posible advertir la presencia muy pronto sistemática de ese gallego que,

“(…) Del español propiamente dicho (sin características), devino luego en el andaluz, el catalán, el asturiano hasta llegar al gallego, que conforma la caricatura: el hispano trazado por escritores con óptica de choteo criollo: tacaños por antonomasia, tontos con ínfulas de listos, respetados pero burlados. El gallego fue la expresión final del español en el género bufo cubano, con todos sus matices de profesiones, físicas, fonéticas: desde padre de familia, hasta bodeguero tacaño, desde calvo y bigotudo (el clásico) hasta el pelón, desde los subrayados acentos hispánicos al hablar, hasta la comicidad espontánea, despojado de toda caracterización y apoyado fundamentalmente en su físico y mímica de un Américo Castellanos. Eso sí, todo ello con un toque de arrebol en las mejillas”.

La inauguración del Teatro Alhambra el 10 de noviembre de 1900 contribuyó a fomentar la popularidad de unos personajes que muy pronto se convertirían en referencias insoslayables para la producción cinematográfica que por entonces se ensayaba. El gallego, que junto al negrito terminó por simbolizar buena parte de la esencia del teatro vernáculo promovido por el Alhambra, fue varias veces tomado en préstamo por aquel cine incipiente, si bien sin ningún interés de ahondar en la problemática que podía representar su presencia en un contexto ajeno, pues casi siempre esa representación no pasaba de ser mera decoración. A esto ha hecho referencia también Podalsky cuando afirma que,

“Muchas películas de finales de los años treinta, y aun las de la década de los cincuenta, enfatizaban los duelos verbales entre personajes típicos del teatro bufo. “Estampas habaneras” (Jaime Salvador, 1939), “Rincón criollo” (Raúl Medina, 1950) y “La renegada” (Ramón Peón, 1951) incluían un español torpe (el gallego), dueño de un bar o de una tienda, que se enfrenta a un hombre negro (el negrito) y coquetea con una mulata lista. “Romance del palmar” incluye intercambios cómicos similares entre un chofer español (ayudante de Alberto, llamado “gallego” por otros) y un guajiro lánguido, mientras resaltaba canciones y bailes de manera excesiva”.

La relación de películas cubanas pre-revolucionarias que, efectivamente, no obstante ser esa producción más bien exigua cuando se compara con la mexicana o argentina de la época, nos hace notar un interés bastante enfático por utilizar esa marcada antinomia étnica, y casi siempre en detrimento del valor hispánico. Esto tal vez sea el resultado de una herencia teatral (el bufo), primero en oponerse de manera radical al modelo teatral burgués incorporando a su mundo la jerga popular, el acento paródico y las alusiones políticas contestatarias.

Cierto que la decepción cubana ante el desenlace de la Guerra Hispano-Americana, y más adelante la frustración con la revolución antimachadista decretó que, en lo adelante, ese mismo teatro refrendado por el Alhambra, se deshiciera cada vez con más rimbombancia de cualquier interés político, prevaleciendo las intenciones meramente lúdicas por encima de cualquier finalidad crítica hacia la realidad, pero aún así, la presencia española (a través del gallego) se siguió observando como un elemento anacrónico, represor e incapaz de entender los nuevos tiempos, aún cuando esos reparos llegaran desde el insoslayable choteo insular. Mientras la mulata devenía el símbolo de lo sensual y el desenfreno, el gallego asumía la dudosa virtud del comedimiento moral, que casi siempre rayaba con la ridiculez.

Se podría elaborar un largo listado de películas cubanas donde el “galleguismo”, para decirlo con las palabras del crítico Francisco Ichaso, juega ese papel de atracción popular comenzando por “Sucedió en la Habana” (1938), de Ramón Peón,

“(…) exposición animada, entretenida, pintoresca de todos o casi todos los materiales de superficie con que puede manipular el cine nacional. (…) El “choteo”, esa forma característica del humorismo nacional tan magistralmente analizada por Mañach, tiene sus proveedores en ciertos tipos arrancados del género bufo: el “gallego”, el “negrito”, el “picador”, y la “mulata”. Son como cordones umbilicales con nuestro sainete típico, que Ramón Peón no ha querido cortar. (…) En todas partes el cine, sobre todo en su etapa inicial, presenta adherencias teatrales. Las de Sucedió en La Habana son esas que acabamos de señalar”.

Tanto en esta película de Peón, como en “Estampas habaneras” (1939), del barcelonés Jaime Salvador (1901-1976), se adivina el quehacer de Agustín Rodríguez, uno de los libretistas más celebrados del Teatro Alhambra. En “Estampas…” un borracho da pie a un altercado en el bar del gallego, ocasionando la fuga de un hombre que se cree responsable de su muerte, lo cual permitirá asistir al debut de Blanquita Amaro como actriz, así como a las excentricidades de los populares cómicos del momento Federico Piñero y Alberto Garrido, pero al mismo tiempo ver en pantalla al actor español José María Linares Rivas, un intérprete que después podría ser visto en cintas como “Mi tía de América” (1939) de Jaime Salvador, “El romance del palmar” (1938) de Ramón Peón, y “El extraño en la escalera” (1954) de Tulio Demicheli.

En 1950 Juan José Martínez Casado y Raúl Medina dirigen “Una gitana en La Habana”, en la cual un adinerado español que vive en Cuba decide traer junto a él a la hija que abandonó en España dos décadas atrás. Ese mismo año los mismos realizadores insisten con otra comedia titulada “¡Qué suerte tiene el cubano!” (1950), donde apelan de nuevo a los estereotipos promovidos por el teatro bufo, al contarnos en esta ocasión una historia donde el gallego tiene el papel de chofer celoso, dentro de una trama que tampoco lo revela como protagonista. Dos años después el director Raúl Medina realiza en solitario “Yo soy el hombre” (1952), melodrama interpretado por Lina Salomé, Alicia Rico y Guillermo Álvarez Guedes, en la que se describen las peripecias sentimentales de un español engañado por su cónyuge, el cual desea recuperar el amor de su antigua novia.

Por su parte, en 1955 el cubano René Cardona se puso a la cabeza de la coproducción cubano-mexicana “Una gallega en La Habana”. Se trató de otra oportunidad de encontrar a la popular actriz argentina Niní Marshall asumiendo la que, sin dudas, fue una de sus creaciones más perdurables: Cándida, la mucama gallega. Dirigida en su país de origen por realizadores como Luis Bayón Herrera (“Cándida”/ 1939; “Los celos de Cándida”/ 1940; “Cándida millonaria”/ 1941), Enrique Santos Discépolo (“Cándida la mujer del año”/ 1943) y Luis César Amadori (“Santa Cándida”/ 1945), debió exilarse en México a finales de esa década, donde seguiría retomando el personaje. En “Una gallega en La Habana”, Cándida viaja a Cuba con el fin de reencontrar al novio que la abandonó en España alegando que iría a buscar trabajo, convirtiendo a la cinta en todo un pretexto para escuchar unos cuantos números musicales interpretados, entre otros, por la Sonora Matancera y la más tarde mundialmente célebre Celia Cruz.

Otro filme distintivo de esa manera de representar al español en la pantalla cubana de entonces lo es la cinta “Olé, Cuba” (1957), de Manuel de la Pedrosa (Santander, España, 1915), cineasta que figura (junto a Manuel Alonso y Ramón Peón) como uno de los más prolíficos realizadores del período pre-revolucionario, con títulos como “La tremenda corte” (1945), “Hotel de muchachas” (1950), “Música, mujeres, piratas” (1950), “Príncipe de contrabando” (1950), “Cuba canta y baila” (1951), “Tres bárbaros en un jeep” (1955), “Mares de pasión” (1959) y “Surcos de libertad” (1959).

El caso de De la Pedrosa no deja de resultar significativo, pues fue uno de los productores más intranquilos que conoció el cine pre-revolucionario. Cierto que sus películas no pasaron de ser muchas veces meros pretextos para reunir en un filme a actores de gran popularidad y efímera trascendencia, más allí nos han quedado sus esfuerzos para concederle a la producción cinematográfica de la Isla una coherencia organizativa, como puede ser la fundación de la compañía LASPES en 1947 (junto a los socios Lázaro Prieto y Manuel Pellon), o la de PROFICUBA (Productora Fílmica Cubana) o DARDO, así como sus gestiones como gerente de producción de la Compañía España Sono Films de Cuba, que posibilitaría la realización de buena parte de las películas de Juan Orol en aquella época.

En “Olé, Cuba” un joven andaluz se lanza a la bahía de La Habana luego de viajar como polizón en un barco español. Los famosos comediantes Pototo (Leopoldo Fernández) y Filomeno (Aníbal de Mar) se encuentran cerca en su bote de remo, y deciden llevarlo a tierra. Lo que sigue es bastante predecible, e hizo suscribir a la crítica del momento el siguiente comentario:

“El tema es completamente simple, es el pretexto para presentar cantidad de números de canto y baile de música cubana, mal cantada, bailada y presentada. Desde todos los puntos de vista, la película es malísima. Pésimo el guión, deficiente la fotografía en sus tomas y calidad, y el montaje con una serie de cortes bruscos y sin ningún cuidado, ni siquiera los elementales. Doblaje completamente desincronizado. En fin, un verdadero dechado de imperfecciones”.

Hoy sabemos que ese exceso de música y escenas de baile, no obedecían tanto (o solo) a la ineptitud de un conjunto de realizadores que miraban al cine apenas como un filón comercial, como a una estrategia de representación que planteaba el cuerpo de la nación desde la perspectiva del espectáculo (ese que sobre todo los coproductores españoles o mexicanos estaban esperando), dejando a un lado el cultivo de una narración que, como la industria mexicana o argentina, reparara en los sujetos presentes en la historia nacional.

En ese contexto de representaciones, “el gallego” solía ser el vehículo a través del cual podía mostrarse lo explosivo de una cultura que, a diferencia de la mexicana o la española, contaba con el componente africano como algo que le concedía singularidad a la isla. El gallego, con sus enamoramientos, sus celos, sus deslumbramientos, era el encargado de poner en evidencia la superioridad de una manera de ser (la mestiza) que alguna vez contribuyó a crear, pero ante la cual pareció siempre condenado a disfrutar de lejos.

Juan Antonio García Borrero

PD: Este ensayo íntegro existe gracias al proyecto colectivo de investigación “Relaciones cinematográficas entre España y América: las representaciones de la emigración/inmigración”, que auspició en el año 2003 la Universidad Autónoma de Madrid, y que dirigió el investigador Alberto Elena. Una primera versión figura en la revista madrileña “Secuencias”, Nro. 22, dentro del monográfico titulado “Cine y migraciones: experiencia latinoamericana” (pp 9-26).

Notas:
1) Laura Podalsky. “Guajiras, mulatas y puros cubanos: identidades nacionales en el cine pre-revolucionario”. Archivos de la Filmoteca Nro. 31, febrero de 1999, p. 157.
2) Manuel Villabella. “El gallego del Alhambra”. Periódico Juventud Rebelde, 24/ mayo/ 1990, p 8.
3) Laura Podalsky. Op.cit pp. 159-160.
4) Francisco Ichaso: Radio Cine: “Sucedió en La Habana”, Diario de la Marina, 7 de julio de 1938, p. 6.
5) Guía Cinematográfica 1957-1958.