Archivos diarios: junio 13, 2008

TODAS ÍBAMOS A SER REINAS, de Gustavo Pérez

Frente al objetivo de la cámara pasan siete mujeres que, a la primera palabra, se revelan como extranjeras. Algunas de ellas son todavía hermosas, muy hermosas. Proceden de diversos puntos de la geografía del antiguo país soviético (Letonia, Khazajastán, Moldavia, Siberia, Ucrania). La cámara abandona poco los interiores, buscando intimidad con sus sujetos, y va hacia los detalles sólo cuando es necesario remarcar uno u otro sentido; mientras tanto, descontando los enlaces, se detiene encima de los rostros, sonrisas, seriedad, miradas.

¿Qué significaban aquellas mujeres para los de mi edad? Las veíamos arribar, pálidas y rubias como princesas de cuento, de la mano de cubanos que las paseaban luego cual si fueran joyas; cubanos que nos llenaban los ojos con historias de aquel país lejano donde todo era abundancia y geografía desmesurada, mujeres que se arrebataban con mulatos o negros y futuro realizado. Claro, entre los muchos cuentos –que solían ir acompañados de generosas cantidades de bebida- se colaban fragmentos de un mundo otro dentro de aquel mundo que era nuestra aspiración, pequeñas piezas que desencajaban, pero aún así éramos felices porque la coherencia sobresalía. Más tarde, cuando cesaba el encanto inicial, las veíamos en las colas, metidas ya en el corazón de la vida cubana, y nos divertía su manera de hablar una lengua que nunca terminaban de manejar por entero, sin artículos o con demasiados verbos en infinitivo.

Las comunidades nacionales se pueden dar el lujo de esta asimilación benévola mientras menos fracturas internas presentan y más baja es la cantidad del cuerpo extraño que reciben; en el caso de Cuba, país donde la diferencia racial existe sobre un fondo de mezclas y esencial unidad nacional (que se manifiesta en la existencia de una sola identidad), la presencia de estas “princesas rusas” fue fácilmente manejable. Vale la pena recordar que hablamos de un país con larga tradición como receptor de migraciones y, sobre todo, que sólo las ciudadanas provenientes del nuevo espacio orbital inaugurado luego del triunfo de la Revolución cubana eran autorizadas a integrarse a la vida nacional; sólo las mujeres extranjeras podían venir con sus compañeros cubanos y viceversa, sólo mujeres cubanas iban a residir en los países de las parejas con las que se casaban.

Esa regla, violada sólo de modo ocasional, fue un buen motivo para que el contacto con los miles de técnicos de países socialistas que venían a realizar trabajo de colaboración en Cuba o de los miles de estudiantes que hacia tales países viajaban, tuviese escasa significación en términos migratorios. Cuando más tarde, ya a fines de los 80, entró en colapso el sistema socialista de la Europa del Este, se completó el último paso para la desaparición de estas mujeres; a la nueva realidad de países de orígenes transformados se agregaba la erosión del tiempo vivido en Cuba. Sin soporte económico para la colaboración regresaron los técnicos (al menos en las ciudades mayores de la Isla había barrios enteros para los “colaboradores”), se deshizo la presencia extranjera en el país (los estudios de idioma ruso desaparecieron del sistema de educación superior, las revistas que llenaban los estanquillos de venta, los productos en las tiendas, las películas en los cines, los calendarios de celebraciones e incluso la mera mención a tales geografías).
En este punto, la transformación económica implicó una consecuencia trágica para esas mujeres que –a estas alturas- no sólo eran parte de la vida cubana como “trabajadoras”, sino también como esposas y madres; al desaparecer el sostén de la comunicación con sus países de origen, quedaron varadas en un espacio por nadie reclamado (nunca enteramente nacionales, sin oportunidad de volver a la tierra de origen y, es adecuado suponer incluso, que habitando un espacio fracturado incluso con los hijos). Gente sin lazos.

Lo particular de esta situación, clásica del inmigrante dentro de otra lengua y cultura distante, está en que ocurrió dentro de una súbita inversión de signos, ya que años antes Cuba y los antiguos países socialistas (en particular la URSS) habían sostenido un tipo de relación enteramente inédito entre cualquier país europeo y otro perteneciente al antiguo entorno colonial; de ahí las referencias que en el documental son hechas acerca de cómo éstas mujeres entrevistadas conocieron a los que más tarde serían sus esposos y a lo que ellas conocían sobre Cuba.

En este sentido, “Todas íbamos a ser reinas” es la crónica de un sueño que desapareció (amistad entre países o relación paritaria entre desarrollo y subdesarrollo); un juego de guiños a la vida cubana actual (pues los sujetos entrevistados comparan el país al que llegaron con este de hoy); una pequeña exploración de nuestra identidad (ya que el choque cultural es ilustrado mediante la diferencia de costumbres) y un acercamiento a la descolocación de la identidad, mediante el trabajo con estas personas que –ya sin el carácter central que antes tenían en la vida nacional o para el interés de sus gobiernos- parecen haber quedado varadas en un espacio vacío.

Todo esto lo consiguen Gustavo Pérez y Oneyda González en apenas 54 minutos de delicadeza, nostalgia y humor de este material (realizado en el Telecentro de la ciudad de Camagüey, donde trabaja Gustavo, con sólo una cámara y en los ratos libres durante filmaciones) que el documental cubano debe agradecer. Según confesión de los autores, el trabajo de preproducción demoró seis meses (durante los cuales localizaron los sujetos, efectuaron las entrevistas preliminares e hicieron la selección de quienes, finalmente, quedarían en el documental) y las condiciones de grabación obligaron a filmar por separado y en sesiones breves a cada una de las entrevistadas, para luego descartar y montar el material que quedó decidido. En este caso, la profundidad del trabajo de mesa, así como la inteligencia del realizador, hizo que lo precario de las condiciones y la discontinuidad de la filmación operen a favor del documental, pues no otro es el motivo de esa cámara fija que parece buscar el alma de las entrevistadas. Al inicio del documental, una mujer letona canta una canción en ruso y, en el cierre, esa misma mujer trata de cantar una canción en letón, su idioma, pero ya no la recuerda, y llora. Cuando niños, y como parte de los desastres del estalinismo, se les prohibió a los letones el uso de su lengua materna (sustituida por el ruso). Uno puede elucubrar que si hubiera permanecido allá, entre su gente, habría tenido mucho más asidero para recordar o explorar su identidad hasta poder reconstruirla, pero al elegir el amor y venir hacia Cuba, enterraba de paso toda esa posibilidad.

Mediante la puesta en pantalla de este caso, los autores nos enfrentan al extremo más doloroso del drama de la identidad, nos enfrentan a estos sujetos ocultos que viven entre nosotros y hacen que nos preguntemos sobre las múltiples derivaciones de la pérdida de un sueño.

Víctor Fowler (Tomado de la revista MIRADAS).

MOLINA ROJO

El gran pensador cubano Enrique José Varona solía asegurar que “el hombre es atisbador por naturaleza. Lo que cambia es el campo de observación. Unos miran por el ocular de un telescopio. Otros por el ojo de una cerradura”.

¿Qué habrá pensado Varona, tan apegado al positivismo (o sea, a la observación meticulosa del comportamiento más externo del ser humano), de lo que entonces iba siendo la gran novedad de su época: el cinematógrafo? ¿Llegaría a intuir que el cine habría de convertirse en una de las herramientas más sofisticadas que ha inventado el Hombre (inclúyase a la mujer) para “espiar” lo que los otros hacen más allá del espacio público?, ¿No ha sido el cine esa sala oscura donde varias generaciones aprendimos a pensar el sexo en la oscuridad, “mirando” cómo se besaban nuestros héroes predilectos?, ¿no fue bajo el influjo de una música empalagosa que por primera vez “tocamos” a aquella primera novia, con el pretexto de protegerla?

El cine (catedral atea del onanismo) chocó desde un inicio con esos policías de la carne que se empeñan en dictar absurdos reglamentos al deseo. Estos lo acusaron de despertar los bajos instintos de la humanidad, como si la excitación sexual fuese un signo de decadencia, y no justo lo contrario. Ciertas prácticas cinematográficas comenzaron a asociarse a lo inmoral, a lo vicioso, cuando en verdad “la realidad”, con sus miserias y contradicciones, más obscena no puede ser. Para estos comisarios de la lascivia, un pene disparando semen sobre el rostro de una mujer que voluntariamente espera ese baño de felicidad, es más peligroso que la visión de un fusil ametrallando a unos cuantos humanos. Quizás porque tanta hipocresía lo hastiaba, el viejo y sabio Varona llegó a asegurar en otro lúcido aforismo que “la virtud no es obediencia, sino elección”.

En Cuba el único cineasta que hasta ahora ha encarado sin tapujos el asunto se llama Jorge Molina. Para este realizador graduado de Dirección en la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños, el sexo no solo forma parte natural de la vida, sino que a estas alturas, y debido a las absurdas censuras que aún se le sigue imponiendo, es tal vez la fuente más peligrosa de infelicidad que tiene el humano de esta época. Eso parece decirnos “Molina’s Mofo”, su última producción, una historia futurista donde uno puede reconocer, sin embargo, al Hombre de ahora mismo, ese individuo cada vez más acosado por la incomunicación, en una época que se llama a sí misma, “la era de las comunicaciones”.

Doy por descontado que “Mofo” contiene las mejores escenas de sexo filmadas alguna vez por un cineasta residente en la isla. Ya sabemos que en nuestro cine estas secuencias suelen ser algo así como una cerveza sin alcohol: prometen epifanía, y solo nos conceden el mal simulacro de una festividad. En “Mofo” Molina llega decidido a convertir la cámara en una suerte de extensión de nuestra propia piel. Su desparpajo nos hace parte de esas aventuras libidinosas a las que se entrega el personaje interpretado por Díaz de Villegas (este nos confirma que es un actor que no conoce de etiquetas: lo suyo es mudar de piel cada vez que se asoma a la pantalla, y presentarse como alguien que acaba de llegar a este mundo).

En la película de Molina, el olor a sexo (a Vida, así con mayúscula), lo impregna todo. No importa que el relato gire en torno a la Muerte, y una y otra vez se nos insinúe el oscuro desenlace, un desenlace que solo es oscuro en la misma medida que olvidamos la pulcra finitud del ser. No se piense, sin embargo, que estamos en presencia de un filme simplemente hardcore (lo cual, en una época donde ya lo que se discute es el post-porno, tampoco sería un problema), sino que hablamos de un corto con claras resonancias metafísicas. En el fondo de tanto “inmoralismo”, como casi siempre ocurre, se percibe un moralista de otro tipo.

Parece claro que Molina estará condenado, por los siglos de los siglos, a figurar como el gran “outsider” del cine cubano al uso. Su manera de percibir la realidad no encaja con esa estrategia falsamente realista, en la cual se van organizando relatos que retratan conflictos epidérmicos, y donde los individuos no son individuos enfrentados a ellos mismos, sino seres que aceptan determinadas máscaras sociales, y que en virtud de esas máscaras, asumen compromisos y lealtades, y terminan comportándose del modo que los demás esperan que sean, y no como realmente son.

Las películas de Molina tienen otra pretensión. Son incursiones en el ser interior (en el ser “profundo”), pero no en ese ser espiritual que un romanticismo cada vez más decadente termina falsificando por temor a enfrentar la realidad como es: la realidad con sus luces y sus monstruos. No digo que esta manera de ver la vida sea mejor o peor. Lo que agradezco es la valentía del autor para ser coherente con esa cosmovisión tan personal, valentía cada vez más inusual en una época donde las dictaduras del “buen gusto” están terminando por anular la imaginación audiovisual. Como si el “Fin de la Historia” hubiese empezado por Hollywood, y su capacidad de fabulación.

Los que hemos seguido la obra de Jorge Molina, iniciada en 1992 con “Molina’s Culpa”, podemos descubrir en “Mofo” muchas de sus obsesiones. Pero también un evidente crecimiento como narrador. Su historia fluye con una transparencia envidiable, sin que (a diferencia de algunos filmes anteriores), esas angustias de siempre se conviertan en guiños gratuitos. Es como si Molina decidiera concentrar esta vez toda su atención en la suerte de ese personaje frágil y desolado, restándole protagonismo al resto.

Incluso esa formidable cinefilia que ha permitido que su realizador se de el lujo de negar el cine de Autor, siendo él mismo un Autor, por esta ocasión apenas se nota. O se nota menos, aunque uno sabe que está allí, en tanto Molina (como Scorsese, Coppola, o Spielberg) pertenece a esa generación de cineastas que terminaron su formación de cinéfilos “viendo películas” en una escuela de cine, y que todo lo que hacen lo piensan como un modo de rendir homenaje a la tradición (aunque en su caso subvirtiéndola).

En “Mofo” esa tradición de la que el cineasta se nutre para armar su película termina siendo sangre que fluye invisible por cada uno de los fotogramas, hasta convertir la película en lo que es: otro ejemplo impecable de lo que a estas alturas va siendo, dentro del cine cubano, todo un género exótico que pudiéramos nombrar “Molina rojo”. Violenta y amorosamente rojo.

Juan Antonio García Borrero