ARTURO ARANGO: ENTRE «CECILIA» Y «ALICIA»

Comparto con los amigos del blog el ensayo que Arturo Arango publicara en “La Gaceta de Cuba” sobre el cine cubano de los ochenta.

Entre Cecilia y Alicia

Por Arturo Arango

Mirada desde la Historia, la década de los 80 en Cuba comenzó con el éxodo del Mariel (abril de 1980) y terminó con la desaparición de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (proceso acentuado a partir de agosto de 1991 y que finalizó en diciembre de ese año). Concebida desde el cine, dio inicio con la polémica en torno a Cecilia, la película de Humberto Solás (1982), y concluyó con el caso que tuvo como centro Alicia en el pueblo de Maravillas, de Daniel Díaz Torres (1991). Dentro del ICAIC, el primero de estos sucesos implicó que Alfredo Guevara, el presidente fundador del Instituto, fuera reemplazado por Julio García Espinosa, uno de los cofundadores. El segundo suceso, que García Espinosa fuera sustituido por Guevara.

Tengamos en cuenta que desde marzo de 1959 y aún en los años 80 la historia del cine cubano era muy cercana a la historia del ICAIC, y ya sabemos que las críticas públicas de Mario Rodríguez Alemán contra Cecilia, y muchas más divulgadas en pasillos o lobbys culturales, estaban destinadas, más que a la película, a la propia dirección de ese organismo y, por extensión, a una forma de entender la creación artística. En 1982 estamos, en el campo cultural, en un territorio liminar: casi seis años antes ha sido creado el Ministerio de Cultura y apenas se están borrando, lentamente, los efectos del llamado quinquenio gris. El tejido de la frontera cultural se ha vuelto permeable y mucho de lo que estaba fuera, excluido, comienza a ingresar e, incluso, a alcanzar protagonismo dentro del espacio de lo legitimado.

Los conflictos que llevaron al cambio de presidencia en el ICAIC procedieron de zonas de la gestión cultural y política que siempre habían sido adversas a la política de la institución, pero dentro del organismo también se acumulaban intensos desacuerdos. Si en los años de su fundación, y hasta entrados los 70, las estrategias de dirección del Instituto contaron con los aportes de cineastas como García Espinosa, Santiago Álvarez y el mismo Tomás Gutiérrez Alea, además de gestores de la lucidez y sensibilidad de Saúl Yelín y Héctor García Mesa, a inicios de los 80 diversos factores habían diezmado la diversidad de su equipo dirigente.[1]

Sobre la labor incluso formativa de García Espinosa durante los primeros años del ICAIC, Juan Carlos Tabío recuerda que “desde la creación del ICAIC en el 59, Julio fue una figura clave en el desarrollo del cine cubano. Promovió un clima de debate y análisis dentro del que se fueron perfilando las identidades estéticas de cada uno de nosotros. En la práctica de nuestra producción, muchas veces Julio se sentaba en la moviola con el director y el editor para analizar una secuencia que no acababa de ‘cuajar’”.[2]

Pero a la altura de 1982, ese clima de debate y dirección colectiva dentro del Instituto parece estar agotado. En carta del 14 de julio a Armando Hart, ministro de Cultura, Gutiérrez Alea pone en evidencia, primero, las contradicciones existentes en el ámbito de la cultura cubana: “Quiso la casualidad que el mismo día vieran la luz su discurso de clausura del III Congreso de la UNEAC (en Granma) y unas ‘observaciones preliminares’ sobre el filme Cecilia, firmadas por Mario Rodríguez Alemán (en Trabajadores).” Sobre el discurso de Hart, dice Titón que lo suscribe con entusiasmo “de principio a fin”, y enfatiza: “Fue un momento de verdadera felicidad escucharlo en medio de tantos compañeros que comparten inquietudes semejantes”. En cambio, acerca de las “observaciones preliminares” considera que “son irresponsables y que no constituyen un hecho aislado sino parte de toda una campaña para promover una política cultural estrecha y esquemática y que nada tiene que ver con la política cultural que lleva a cabo ese Ministerio y que comparto plenamente”. Sin embargo, se apresura a tomar distancia de la dirección del ICAIC (es decir, de Alfredo Guevara), “cuya política de promoción y de estímulos y reconocimientos considero arbitraria, caprichosa e inadmisible, porque está dictada por criterios subjetivos y unipersonales y entorpece el clima de confianza y participación que debe presidir nuestro trabajo”.[3]

A restablecer ese clima de “confianza y participación” estuvo dedicado, según lo sucedido en los años siguientes, el trabajo de la nueva presidencia. La circunstancia liminar de que hablé antes se extendió también a la propia constitución del ICAIC: un grupo de cineastas relativamente jóvenes, colocados hasta esta década en un espacio de formación, y destinados a realizar documentales y ediciones del Noticiero ICAIC Latinoamericano, entre otras labores, acceden al fin al centro de la producción al ser promovidos a directores de ficción. (Según los testimonios brindados por Juan Carlos Tabío, ya desde antes se hablaba de esa promoción, pero no se realizó hasta el regreso de García Espinosa al ICAIC.) El primer grupo de nuevos directores estuvo integrado por Luis Felipe Bernaza, Víctor Casaus, Daniel Díaz Torres, Fernando Pérez, Constante Rapi Diego, Rolando Díaz, Orlando Rojas y el mismo Tabío. Como es natural, las óperas primas de estos directores contenían algunas de las obsesiones que habían estado ya en los asuntos de sus documentales o de otras realizaciones artísticas previas. A saber: Daniel Díaz Torres lo hizo en Jíbaro (cercano a sus documentales Madera, Los dueños del río, Vaquero de montaña); Rapi Diego en El corazón sobre la tierra (primero estuvo el documental homónimo);Bernaza en De tal Pedro tal astilla (antes, el documental Pedro cero porciento), y Juan Carlos Tabío en Se permuta (que se había representado como pieza teatral).

La recuperación de la industria cinematográfica cubana a partir de ese momento está fuera de toda duda. En 1981 y 1982 la producción de largometrajes fue exigua (Polvo rojo y Patakín, de acuerdo a la muy útil Guía crítica del cine cubano de ficción, de Juan Antonio García Borrero),[4] mientras que en 1983 estuvieron listas Amada, Hasta cierto punto, Los refugiados de la Cueva del Muerto y Se permuta, primero de los largos de la nueva promoción.

Antes de continuar con las obras debo dedicar unas líneas a los cambios implantados en los métodos de dirección del ICAIC bajo la presidencia de Julio García Espinosa. El nacimiento de los Grupos de Creación, entre 1987 y 1988, fue un paso avanzadísimo, y no repetido hasta hoy, para hacer más horizontales las relaciones de trabajo y más efectiva la participación de los directores en decisiones cruciales para los procesos productivos del cine cubano. Los realizadores fueron convocados a unirse, de acuerdo con sus afinidades estéticas o personales, a cualquiera de los grupos encabezados por Tomás Gutiérrez Alea, Humberto Solás y Manuel Pérez Paredes, o, si lo preferían, a quedar como electrones libres.

De acuerdo con opiniones vertidas en ese momento por García Espinosa a la revista Cine Cubano:

La Dirección del organismo solo aprueba la sinopsis y la primera copia. Los grupos aprueban argumento, guión, selección de actores, primer corte y corte final. La atención artística se hace más consecuente, dado el nivel de producción que asume cada grupo. El trabajo colectivo aumenta. La confrontación se vuelve un hecho orgánico y el debate se rescata de manera irreversible. Por último, las promociones se liberan de todo lo que pueda impedir u obstaculizar el acceso al talento, donde quiera que este se encuentre, bien entre los profesionales, bien dentro del movimiento de aficionados. Son para nosotros, como decíamos, tiempos de siembra.[5]

Juan Antonio García Borrero demuestra que es una estrategia a la que Titón se había referido desde muchos años antes (el plural que emplea Alea permite pensar que se trataba de una idea discutida ya dentro del ICAIC): “Aquí, pensamos, no es tiempo todavía de establecer grupos de creación autónomos porque no hay suficientes cuadros ni suficiente madurez en general. Pero pensamos también que algún día ese será el ideal de la producción pues solo así se llegará a un alto grado de diversidad de puntos de vista y de modos de expresión que enriquecerán notablemente nuestro cine”.[6]

Entrevistado por Ambrosio Fornet para la Videoteca Contracorriente del ICAIC, Manuel Pérez Paredes opina que “los directores que filmaron sus primeros largos de ficción en aquellos años (1982 a 1990) lo hicieron en otra Cuba, lo cual incide en el ICAIC; es otra atmósfera. No era la década de los 60. Claro está que cada realizador procesó y expresó este cambio a su manera”.[7]

De momento me detengo en esa diversidad a que aspiraba Gutiérrez Alea. Entre Cecilia y Alicia se filman, solo por el ICAIC, al menos nueve filmes que podemos considerar “de época” (incluyo aquí los de carácter histórico sobre el siglo xix o inicios del xx): entre ellos, Amada, Baraguá, Capablanca, Plácido, Gallego, y también Un hombre de éxito. Aproximadamente poco menos de diez trataron asuntos contemporáneos de carácter épico: Los refugiados de la Cueva del Muerto, Tiempo de amar, La segunda hora de Esteban Zayas y Clandestinos. A ellos se les debe añadir cintas producidas en otros estudios, como La gran rebelión y El encanto del regreso (Estudios Fílmicos de las FAR).

Pero donde quiero llegar con esta árida aproximación estadística a la década es al cambio de referente que ocurre: más de treinta películas de ficción se ocupan de conflictos humanos o sociales de la contemporaneidad (Hasta cierto punto, Habanera, Jíbaro, El corazón sobre la tierra, Lejanía, Una novia para David, Otra mujer, En el aire, Bajo presión, La inútil suerte de mi socio Manolo, Mujer transparente, entre otras), y de ellas menos de diez pueden ser consideradas comedias (Se permuta, Los pájaros tirándole a la escopeta, Vals de la Habana Vieja, Plaff o demasiado miedo a la vida, Alicia en el pueblo de Maravillas).

Tal proceso de aproximación a la contemporaneidad, renunciando al componente épico y jerarquizando las miradas sobre el individuo y sus circunstancias cotidianas, no fue privativo del cine, y es cuanto menos tendencioso que una zona importante de la crítica califique la tendencia predominante en la década como populista o banalizadora (como hace la enciclopedia cubana Ecured).[8] Al mismo tiempo que los cineastas, sobre todo los más jóvenes, atendían en sus obras la realidad cubana que les era más inmediata y cercana, otro tanto estaba ocurriendo con los poetas y los narradores cubanos. En entrevista grabada en 1988 a Jesús Díaz por los narradores Jorge Luis Hernández y José Fernández Pequeño, el autor de Las iniciales de la tierra opina que cierta mala lectura de esa novela está vinculada, “entre otras razones, al crecimiento en Cuba del minimalismo literario, que se rige por la idea de que la gran historia ha sido ya contada y que lo importante ahora son los acontecimientos mínimos de la vida cotidiana”.[9]

De tal forma, la insistencia sobre la contemporaneidad era algo que sobrepasaba al cine: estaba en el “espíritu de la época” y se hará más evidente aun cuando suceda la irrupción del movimiento que, desde las artes plásticas, conmocionó toda la cultura cubana. Algunos de esos directores de ficción trabajaron con escritores coetáneos a ellos: Senel Paz (Una novia para David y Adorables mentiras, ya en el borde de la década), Aida Bahr (En el aire), Daniel Chavarría (Plaff), el grupo Nos-y-otros, al que pertenecía Eduardo del Llano (Alicia en el pueblo de Maravillas), Eliseo Alberto (El elefante y la bicicleta, escrita entre el 89 y el 90), Reinaldo Montero (Bajo presión, de Casaus, El encanto del regreso, de Emilio Oscar Alcalde). En Papeles secundarios Orlando Rojas no solo contó con un guión escrito por el poeta y crítico de arte Osvaldo Sánchez, sino que la dirección de arte estuvo a cargo de Flavio Garciandía, uno de los protagonistas del movimiento de la plástica. También en esta década se iniciaron los actores que darían nuevos rostros al audiovisual cubano, y cuyas inquietudes creativas, sin dudas, eran semejantes a las de sus compañeros de generación. Me refiero, como supondrá el lector, a Isabel Santos, Thais Valdés, Beatriz Valdés, Luis Alberto García, Rolando Brito, Alberto Pujol, entre muchos otros.

Por si todo ello fuera poco, el cine realizado por aficionados cobró una fuerza que no había alcanzado en las décadas precedentes, y en 1986 fue fundada en San Antonio de los Baños la Escuela Internacional de Cine y Televisión, un año antes la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, y en 1988 la Facultad de los Medios Audiovisuales del ISA. En 1985 el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano salió de la sala “Charles Chaplin”, su sede habitual, y se expandió por las principales salas de La Habana y de otras provincias, siempre con públicos multitudinarios. Estamos en el apogeo de las relaciones de colaboración entre el ICAIC y cineastas del Continente que carecían, en sus respectivos países, de apoyo institucional y financiero para realizar sus obras, al tiempo que estaban también guiados por un pensamiento emancipador, descolonizador, cuyo impulso inicial había partido de Cuba. A la copiosa producción cubana del período se agrega también más de una decena de coproducciones dirigidas por cineastas latinoamericanos.

La mirada sobre el individuo y sus circunstancias que caracterizó el arte y la literatura de los 80 puso un énfasis crítico en los comportamientos del individuo y en sus interacciones con la sociedad y la política. La frase, reiterada en la época, de que se trataba de una crítica “dentro de la Revolución” podemos leerla desde hoy en dos sentidos. El primero se relacionaba con el compromiso: la crítica se hacía para perfeccionar la Revolución, no para destruirla. La mirada crítica del arte cubano estaba condicionada por una cosmovisión que colocaba el subrayado en la perfectibilidad del socialismo cubano y, sobre todo, del ser humano más pleno, emancipado, que se pretendía forjar. El segundo se puede apreciar mejor desde la distancia: lo que se criticaba, en la mayoría de los casos, era algo colocado “dentro” de la Revolución, aunque la trama no sucediera en el campo de la política. En las películas que antes puse bajo el rubro “asuntos contemporáneos de carácter épico”, el conflicto era, claramente, entre “malos” –batistianos, contrarrevolucionarios– y “buenos” –revolucionarios. La fácil dicotomía desaparece, o se adelgaza, en las que se acercan al cubano de a pie.

La obra que más tematiza el oportunismo, la doblez, es sin dudas Adorables mentiras, de Gerardo Chijona, pero esos tópicos temáticos se pueden encontrar también en la falsa percepción que tiene sobre los obreros portuarios el director de Hasta cierto punto, y en las inconsecuencias de Oscar, su guionista; en el egoísmo ilimitado de Gloria y Guillermito (Se permuta); en la corte de aduladores y simuladores que rodea a Mirtha en Papeles secundarios; en la autorrepresión a que somete su vida Concha, en Plaff; en las presiones que ejercen los compañeros de David para que elija novia,por mencionar solo los ejemplos que me parecen más notables.

Desde abril de 1986, la perspectiva crítica desde el arte y la literatura coincidiría con el Proceso de rectificación de errores y tendencias negativas: el llamado a la crítica surgía entonces también desde la dirección del Estado, discurso que comenzaba a rechazar el mimetismo prosoviético que había dominado las formas de gobierno cubano desde inicios de los 70. Luego, la perestroika iría desnudando, hasta su autodestrucción, un socialismo que hasta entonces (y señaladamente luego de 1973) el discurso oficial cubano había ofrecido como modélico.

De Memorias del subdesarrollo en lo adelante, las relaciones entre las películas cubanas que trataran sobre la realidad contemporánea y la permisibilidad (dentro del ICAIC o desde otras instancias política o de gobierno), ya sea para producirlas y, sobre todo, para exhibirlas, creó tensiones sistemáticas. Apelo al testimonio de algunos de los protagonistas: en carta al director de fotografía Ramón Suárez, del 30 de agosto del 68, Titón se muestra asombrado porque Memorias del subdesarrollo “no resulta tan polémica ni nada de eso”. Opina que se debe, en parte, a que “van un poco prejuiciados con la cosa de los premios” que ya ha ganado la película. Sin embargo, sabe que “ha encontrado algunos enemigos irritados (interesantes e importantes), lo cual me tranquiliza algo con mi conciencia”.[10]

Luego de 1971 los conflictos se van haciendo más antagónicos. Sobre Un día de noviembre, de 1972, cuenta Humberto Solás:

Si el filme estuvo censurado varios años es lógico de comprender: era el momento de la racionalización, por motivos “morales” e “ideológicos”, en el campo artístico y se anunciaba la implantación del modelo del “realismo socialista” por todas partes y hasta en el ICAIC, que a pesar de una reticencia casi generalizada tuvo sus adeptos… Fueron, como después en los noventa, los años más duros. […] Comenzaban los años difíciles, y con ellos, las primicias o signos de la parálisis que sobrevendría: el Primer Congreso de Educación y Cultura y la divulgación de los postulados del realismo socialista, el llamado “proceso de racionalización” en las artes escénicas, etc. El ambiente era desesperanzador, y aquel filme sobre un hombre que iba a morir estuvo retenido durante largos años, para ser exhibido después en silencio.[11]

Y luego hace una confesión tan descorazonadora como reveladora de los límites y circunstancias en que se concebía y realizaba el cine cubano en la década del 70: “Luego de la amarga experiencia de incomprensión que significó Un día de noviembre, decidí nunca más intentar siquiera un filme sobre la contemporaneidad, si no contaba con el espacio de la sinceridad.”

En 1980 Sergio Giral terminó Techo de vidrio, con guión de Manuel Cofiño, película que para el crítico José Antonio Évora es pionera “de una línea crítica que abriría cauces para la ‘desalienación de la autocensura’ (son palabras de su propio director) y para la aparición consecuente de obras menos apremiadas y mejor estructuradas desde el punto de vista formal”.[12] El costo pagado por inaugurar esa “línea crítica” fue que no se estrenara hasta 1988. Vista desde hoy, Techo… exhibe una antología de personajes que parecen pertenecer a otra realidad alejada años luz de esta (y quizás también de la de los 80). Pero ante la candidez ya insoportable de la abogada, o incluso del ingeniero Ruiz o de su subordinado Celio, lo que resulta llamativo es la vitalidad que conserva Felo, un chofer que procede, a fin de cuentas, de la picaresca: es el personaje que logró sobrevivir hasta el siglo xxi.

Por su parte, Juan Carlos Tabío me ha contado que:

a Hasta cierto punto (con guión mío, del propio Titón y de Tato Quiñones), se le censuró una escena donde rozábamos con el pétalo de una rosa las apetencias materiales de los obreros portuarios (era la época de los estímulos morales, donde los obreros eran presentados como seres seráficos que trabajaban abnegadamente solo para ganar la Emulación Socialista). Incluso con Se permuta se hicieron presiones para que Guillermito, en vez de funcionario, fuera su chofer.[13]

Y para dar fin a esta relación de calamidades, en Tiempo de fundación puede leerse una carta de Alfredo Guevara a Jorge Fraga a propósito de la preparación de Hasta cierto punto: “No puedo comprender cómo puedes aprobar a ciegas (a ciegas porque no está terminado) un guión cargado de ambigüedades, segundas lecturas, y promesas críticas dirigidas inconsecuentemente.” Más adelante expone criterios con los que es fácil comprender la censura a que fue sometida Techo de vidrio: “Qué fácil demagogia resulta la de contraponer en el filme a la clase obrera enfrentándola a los cuadros, técnicos e intelectuales que ella genera y que son ideológicamente parte de ella y expresión de su liberación, superación y conquistas”. Y también: “lo más importante [es] la manipulación de la realidad desde una aristocracia crítica, que hace de la incitación justa a la crítica justa un recurso que enmascara la voluntad mil veces explícita en nuestra vida diaria, de usar la crítica, cuando menos sin fineza en el análisis, sin profundidad, demagógica, y no pocas veces deshonesta y vulgarmente”. Luego, estigmatiza la perspectiva crítica de Tomás Gutiérrez Alea y de sus colaboradores: “su visión crítica resulta más anarcoide y liberal que revolucionaria, aunque se trate de un revolucionario, de alguien que quiere serlo”, es “una larga experiencia con Titón, con Juan Carlos [Tabío], con el grupo que los rodea”.[14]

En resumen, era un cine que luchaba por apropiarse de un material insuficientemente codificado, casi virgen, y lo hacía en medio de incontables presiones para mantenerse dentro de los límites de lo posible: para ello era imprescindible colocar el discurso inequívocamente “dentro de la Revolución”, lo cual implicaba responder a percepciones distintas, a veces en conflicto, que hacían de esa definición una materia resbaladiza, inasible. El mismo Tabío confesó sus contradicciones al respecto: “Existe un debate interno en el artista, que se polariza en un apotegma: hablar de nuestras contradicciones es darle armas al enemigo. Es un debate no solo interno, sino también externo. Ahí está el meollo de la censura y de la autocensura. En la medida en que seamos consecuentes o no con ese apotegma haremos o no un arte ñoño, una literatura fofa”.[15]

No obstante las dificultades afrontadas, según Nicolás Azcona: “Aquellas primeras películas fueron una toma de pulso, un reconocimiento de la voz interior hacia el crecimiento definitivo, la instauración de un estilo. Plaff o demasiado miedo a la vida (1988) y Papeles secundarios (1989) son las muestras más evidentes de este proceso; Fernando Pérez demoraría un poco más con Madagascar (1994).”[16]

En las tres películas mencionadas por Azcona están las búsquedas formales más interesantes, casi todas colocadas en el plano de lo narrativo o en las relaciones de intertextualidad con obras procedentes del teatro, la literatura o las artes plásticas. En Tabío, los juegos con sucesivos niveles de relaciones entre la realidad y la ficción (presentes también en Dolly Back), las rupturas brechtianas para colocar al espectador en una posición de distancia reflexiva. En Rojas, la densidad de sentidos que se van entrelazando entre texto y representación, también entre la realidad y sus múltiples posibilidades de apropiación.

Al momento de estrenarse Plaff y Papeles secundarios ya había comenzado la perestroika y, progresivamente, la disolución de los partidos dependientes del PCUS. En Cuba, el segundo lustro de los 80 se vivió dentro de un complejo paralelismo político. Por una parte, el Proceso de rectificación desembocó en el Llamamiento al IV Congreso del Partido (proclamado el 18 de marzo de 1990, cuatro meses y medio después de la caída del Muro de Berlín), documento que fue recibido, en su momento, como la apertura a una participación más efectiva de todos los cubanos residentes en la Isla, militantes o no, en el diseño político de la nación. En la otra cara de la moneda, los procesos que acompañaron la perestroika iban siendo vistos cada vez con mayor desconfianza. De ahí que, en el momento en que se realizaron las asambleas para debatir el Llamamiento, los dos puntos que marcaban el “dentro” y el “fuera” eran la apertura del país a la economía de mercado y al pluripartidismo. Declarar el rechazo a ambos era manifestarse por la continuidad del socialismo, y viceversa. Mientras la Revolución intentaba profundizar una vía socialista que se distanciaba aceleradamente del modelo soviético, iba desapareciendo el universo que constituía su principal sostén económico y político. El Llamamiento indicaba un movimiento de apertura hacia una posible democracia participativa; el contexto político provocó que ese movimiento cambiara de dirección hasta convertirse en su contrario. Los ladrillos del Muro cayeron también sobre las asambleas donde se debatió el Llamamiento.

Entretanto, inusuales exposiciones, que convocaban por primera vez en la historia de la cultura cubana a decenas, a veces cientos de personas a las galerías de arte, en especial al Castillo de la Fuerza, ponían en crisis las relaciones entre los creadores y las instituciones culturales y políticas. El movimiento estuvo acompañado por debates en torno a muestras, cuadros, temas, procesos, y también por la súbita clausura de alguna exposición, o por acciones de mayor violencia. El espacio liminar entre el “dentro” y el “fuera” se hacía cada vez más difuso y se cuestionaba la idea misma de lo que era revolucionario o no, de los comportamientos que podían ser renovadores o reaccionarios en los campos de la política y de las ideas estéticas. Las artes plásticas se sacudieron del dominio de las restricciones políticas y con ellas arrastraron también otras ramas del arte y la literatura.

Regreso al cine: en 1988 Daniel Díaz Torres presentó al Grupo de Creación encabezado por Manuel Pérez el proyecto para una película titulada Alicia en el pueblo de Maravillas. La primera copia terminada fue vista y aprobada por Julio García Espinosa a fines del 90.[17]

En un ensayo titulado “Literatura e intelectualidad: dos concepciones”, de 1969, Roque Dalton escribió: “¿O es que esperábamos descubrirnos en el espejo no como lo que somos y hemos sido realmente, pobres hombres rotos y explotados por el sistema injusto, sino como lo que nos habían hecho creer que éramos, especie de princesas de las mil y una noches que lo han sabido todo desde la cuna?”[18] El cine cubano de los 60 y de los 70 puso en las pantallas una realidad en la cual reconocernos: construyó una identidad de la que carecíamos, sobre todo porque hizo visible la Historia de la nación. Todos estábamos de acuerdo en que en el pasado capitalista éramos esos “pobres hombres rotos y explotados”, e incluso podíamos ser así todavía en los tempranos 60. El cine de los 80 colocó frente a nuestros ojos la imagen de la contemporaneidad en un país que se había alfabetizado, institucionalizado, que contaba con notables índices de escolaridad, que había iniciado un desarrollo apreciable, sobre todo en las zonas rurales. El público, mayoritariamente, se reconoció en esa imagen y la celebró. Pero el que estaba en las pantallas no era el rostro de esas “princesas de las mil y una noches que lo han sabido todo desde la cuna”, y que otros medios de difusión “nos habían hecho creer que éramos”, sino algo imperfecto, irregular, ambiguo, insatisfactorio.[19]

El intento por disolver el ICAIC, a mediados de 1991, pudo tener como propósito que desapareciera el entorno cultural e ideológico que había generado aquel espejo que para algunos resultaba demasiado fiel y, para otros, deformante. En la entrevista de Ambrosio Fornet a Manuel Pérez que he venido citando, el director de El hombre de Maisinicú cuenta:

Llegamos a un punto, varios días después del 13 de mayo [de
1991], en que frontalmente, un dirigente de la Revolución de aquel momento, me dijo que lo que de manera particular le preocupaba a él no era Alicia… sino la tendencia dominante que existía en el ICAIC…

A. F.: Pero esa era una tendencia que venía de atrás.

M. P.: Claro, y él fue sincero, frontal y bastante claro dentro del marco de una conversación. A los argumentos iniciales de la fusión [del ICAIC al ICRT y a los Estudios Fílmicos de las FAR] se añadía, con más fuerza, la carga de la actitud contra Alicia… y hacia lo que se calificaba como “tendencia”.

Aquí estábamos tocando ya el pollo del arroz con pollo. La tendencia no era Alicia… solamente; la tendencia podía ser también Plaff, podía ser Papeles secundarios u otras películas anteriores. Lo que hizo Alicia… fue ponerle la tapa al pomo porque, además, se había terminado cuando estaba comenzando un período dificilísimo para el país, de incertidumbre y sobrevivencia.[20]

La unidad y la coherencia de los cineastas, apoyados por la UNEAC, en la defensa de su Instituto y, sobre todo, de la política cultural en la que se formaron y realizaron sus obras, hizo posible que se derogara el acuerdo del Consejo de Estado que había decretado la desaparición del ICAIC.

Afortunadamente, esa imagen compleja y diversa de la contemporaneidad fue profundizándose en las décadas siguientes. El tránsito cumplido por “El lobo, el bosque y el hombre nuevo” hasta convertirse en Fresa y chocolate ayuda a comprender los cambios enormes, a veces traumáticos, ocurridos en Cuba luego de 1991. Para continuar con las sucesiones, en 1990, durante la presidencia de Julio García Espinosa, Senel Paz entregó el cuento a Titón, quien se entusiasmó de inmediato con la idea. La película se rodó ya en el segundo período de Guevara, quien la promovió de manera ejemplar. En cuanto a los cambios sucedidos en la Historia y en las personas, Jorge Fornet ha escrito que “El lobo…”

fue tal vez el último texto sobresaliente de una perspectiva en la que la Revolución (tal y como la conocíamos) aparecía como un proyecto viable; fue el canto del cisne de treinta años de narrativa en Cuba. Jamás volverá a repetirse en nuestras letras, ni siquiera en términos irónicos, ese final en que David, después de despedirse de Diego, sale a la calle y una fila de pioneros le cierra el paso. […] De manera que el cuento de Paz, paradójicamente, fue a la vez una inauguración y una clausura.[21]

En la película de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, con guión de Senel Paz, la fila de pioneros que cierra el texto literario atraviesa la pantalla a mitad de película, bajo la mirada escéptica de Diego. En el clímax del filme, David y Diego se abrazan: la esperanza no está en los seres humanos que formarán el socialismo (los hombres y mujeres nuevos por venir) sino en una amistad fundada entre dos individuos que han sabido reconocer sus diferencias no solo sexuales sino también políticas. El proyecto puede, debe, ser reconstruido desde el espacio de la cotidianidad, de las pequeñas acciones, de la interacción entre las personas.

Pero ya estamos en 1994: David y Diego han salvado una distancia enorme para llegar a ese abrazo antológico.

Publicado el marzo 19, 2014 en Uncategorized. Añade a favoritos el enlace permanente. Deja un comentario.

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