CHAMACO (2010), de Juan Carlos Cremata
CHAMACO. FABULA TEATRAL FILMADA
Por: Antonio Enrique González Rojas
Tras cada producción cinematográfica, Juan Carlos Cremata se revela como autor proteico, heterodoxo, cuya inquietante imprevisibilidad, a la saga de un von Trier o un Aronofsky, aglomera expectativas alrededor de su próxima obra. Del inaugural y travieso pastiche satírico-romántico que es Nada (2001), transitó con singular
gracilidad hasta la fábula thelmalouisesca de Viva Cuba (2005), tardía primera incursión cubana en el cine protagonizado por niños; para migrar posteriormente hacia la lóbrega deconstrucción de sórdidas esencias cubanas y humanas en que deviene El premio flaco (2009), cinta reinauguradora de la tendencia adaptativa de obras teatrales nacionales al celuloide, que en los últimos años engrosa a ojos vistas con piezas como Casa Vieja (Lester Hamlet, 2010) y Chamaco (2010), de la propia autoría de Cremata.
Con esta propuesta, Cremata imprime significativa torsión a lo que acusaba ser nostálgica propensión a saldo de cuentas de los realizadores contemporáneos con el teatro escrito y representado en la Cuba de los 1960, de la mano de Quintero, Estorino, Brene, Felipe, Dorr y otros, con el consecuente riesgo de la extemporaneidad y la
remembranza aséptica. Desde su no poco meritorio El premio flaco, este autor se impulsa y salva distancias temporales, estéticas y conceptuales que median entre el clásico de Quintero y el obrar de un joven dramaturgo como Abel González Melo, autor del almodovariano Chamaco. De una elaborada dirección de arte que en los avatares de la altruista Iluminada, frisa las aprensivas atmósferas buñuelianas de un Nazarín (1959) o una Viridiana (1961), emuladas además desde lo anecdótico; Cremata transita hasta una árida, agria y casi brutista puesta en escena para su nuevo filme, libre de todo afeite, confiada su expresividad a la historia, y sus personajes involucrados fatalmente en urobórica fábula, donde la mariposa de la represión hipertrofiada en vicio, aletea hasta desencadenar cuasi celestial castigo sobre las cabezas pecadoras.
Volatina peligrosamente la propuesta sobre cuerda (muy) floja de ambigüedad moral, en quizás desaforado regodeo en los códigos más clásicos del realismo sucio, corriente estética cara al arte cubano de las últimas décadas, para finalmente exhalar efluvios moralizantes: la homosexualidad velada de Alejandro (Aramís Delgado), satisfecha furtivamente en la jungla urbana de la Habana Vieja, es posible causa indirecta de la muerte de su hijo, y sospechoso ajuste kármico de su pecado antinatura; la inescrupulosa bisexualidad del Karel Darín débilmente defendido por Fidel Betancourt, lo aboca a insoportable remordimiento, sólo satisfecho con el suicidio. Fuera de esto, la obra deviene mera tragedia de situaciones, thriller íntimo al estilo de La ley del deseo (Pedro Almodóvar, 1987) o La mala educación (ídem, 2004), sin llegar a los aires reivindicatorios de Brokeback Mountain (Ang Lee, 2005), todo lo contrario.
La sobriedad estética pretendida por Cremata para Chamaco, a contrapelo de obras previas (sobre todo Nada y El premio flaco) llega hasta extremos de excesiva precariedad, en lo que parece mero teatro filmado, rala traspolación cinematográfica de la puesta dirigida por Carlos Celdrán para Argos Teatro, empleándose incluso parte del citado elenco escénico, al estilo de Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), la cual pulsó resortes efectivos del cine sin traicionar historia e intenciones. La seca alternancia de rígidos planos generales y medios, carentes del énfasis expresivo que Bergman
confirió a los monólogos dialógicos Andersson-Ullmann en Persona (1966), delatan la demasiada confianza que Cremata depositó en el vigor conflictual, o quizás una bizarra y desafortunada apelación al extrañamiento brechtiano. Culpa tampoco es de la trouppé, donde reluce la Roberta de Alina Rodríguez, el monólogo climático de Miguel (Caleb Casas), y la grotesca farsa que es el tío Felipe, deliciosamente interpretado por un Pancho García en puro proxismo histriónico.
Resulta entonces Chamaco desafortunado tanteo estético del director cubano en áreas desafiantes de la puesta en escena fílmica a favor del teatro, mejor domeñadas por directores como Peter Brook, con su Marat/Sade (1964) y Lars von Trier, con el díptico Dogville (2003)-Manderlay (2005). La rudeza tributaria del cine negro y del propio realismo sucio de un Leonardo Padura o un Pedro Juan Gutiérrez, pretendida quizás con esta ríspida economía de recursos, revolotea cual boomerang en definitivo y definitorio detrimento de la efectividad discursiva.
Publicado el marzo 22, 2011 en GUIA CRITICA DEL CINE CUBANO. Añade a favoritos el enlace permanente. 1 comentario.
EStoy de acuerdo, Cremata siempre resultará una sorpresa, no importa de qué tipo, pero sorpresa al fin, esperada y al fin aceptada.